Una chabola al final del camino

Así viven las personas migrantes que trabajan en los campos de Huelva

¿Qué hay al final del camino? 

La migración es una promesa. Las personas que viven en países africanos castigados por la guerra, el hambre o la crisis económica reciben esta promesa a través de las redes sociales: primos, amigos y amigos de los amigos se fotografían junto a coches de lujo, visitando monumentos históricos europeos, disfrutando de su nueva vida de afluencia. Aunque haya conocidos e incluso organizaciones que les advierten de que esa no es la verdad, aunque vean en los medios de comunicación cómo el Mediterráneo se traga las vidas de miles de personas cada año, la ilusión prevalece —porque es todo lo que les queda.

Durante los dos últimos años un grupo de periodistas y fotoperiodistas hemos llevado a cabo el proyecto The Backway, que sigue las rutas de la migración de África a Europa. Hemos estado con senegalesas desde las dos orillas, con chamanes en Gambia que predicen el futuro de los que migran, con deportados de Arabia Saudí a Etiopía, con los abandonados en el desierto de Níger que denuncian haber sido tratados como esclavos en Libia, con un voluntario que entierra cadáveres de los naufragios en Túnez, con un barco de rescate en el Mediterráneo, con los expulsados a tierra de nadie por las autoridades argelinas.

Al final de esa ruta de dolor no siempre hay una vida mejor. A veces, al final del camino hay una chabola.

Visitamos en agosto de 2019 y en enero de 2021 —antes y después de la declaración de la pandemia— los campos de Huelva para contar las condiciones de vida de los trabajadores que vienen de fuera. Allí muchos se reconocieron en ese camino: encontramos a personas que llegaron a través de la ruta libia, a través de Marruecos tras pasar por Argelia, desde Senegal a las islas Canarias… Los relatos de los trabajadores dibujan el mapa confuso y cambiante de las migraciones de África a Europa.

Historias contadas desde una chabola —construida no en un país africano, sino en España.

Lepe: agosto de 2019

Un polígono industrial, el campo de fútbol del Club Deportivo San Roque de Lepe y una gran superficie comercial: Burger King, Leroy Merlin, una gasolinera, Worten, Espacio Casa (Bienvenidos). Enfrente del Parque Comercial Lepesur, en la ciudad onubense de Lepe, hay un cementerio y un solar convertido en asentamiento chabolista.

Desde casi todos los lugares de la zona, si se alza la vista, se puede ver un palo enorme:

Burger King

Autoking

Play King

En el asentamiento hay chabolas desperdigadas y tierra quemada, porque unas semanas atrás hubo un —otro— incendio y la gente tuvo que volver a construir sus casas. Ocurre a menudo por las lamentables condiciones higiénicas: como una chabola está pegada a la otra, si algo arde —el fuego que usan para cocinar, las cocinillas que tienen en algunas chabolas—, si hay cualquier pequeño accidente, todo prende como una caja de cerillas. Como no hay agua —solo algunos pozos hasta los que hay que caminar—, el fuego es invencible.

(Desde la distancia, veo cómo los aspersores riegan el césped del campo de fútbol del San Roque de Lepe).

Las chabolas están hechas de cartón, palés y plásticos que los cubren. Hay algunas en plena construcción con cañas. En las calles de tierra hay paquetes de tabaco, montones de basura en rincones, cenizas, más cenizas, botes vacíos de Fairy, palés podridos, bicicletas, cepillos de dientes, gatos, sillas y sillones, carritos del Mercadona, colchones Flex, chanclas, más botellas, latas de atún, yogures, cajas de plástico de supermercado, tapones de más botellas, botes de tomate frito, cuchillas, latas de sardinas, botes de pintura, bidones.

Es verano y esto está casi vacío. Los trabajadores se han ido a otras cosechas, a la yincana del campo español, que cada año les lleva a visitar buena parte de la geografía agrícola peninsular. Algunas chabolas están vacías, pero en temporada aquí hay centenares de personas. En un tenderete entre dos chabolas hay varios amigos charlando, jugando a cartas. Hay sillas de plástico, un sofá con estampado de flores, un palé haciendo las veces de columna, música africana de fondo, una sombra, un gato.

Chabolas en las que viven trabajadores del campo. 2019. Pau Coll / Ruido Photo
Pau Coll / RUIDO Photo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Uno de los amigos es Kalifa Keita, de 50 años, con camiseta rosa, que tiene a sus tres hijos y a su mujer en Mali. Cuenta que llegó a España en cayuco desde Mauritania en 2005, justo antes de la conocida como “crisis de los cayucos”. Solo ahora, hace muy poco, ha conseguido Kalifa regularizar su situación, los ansiados papeles.

La suya no es una historia extraordinaria: muchas de las personas que llegan a España de forma irregular y que trabajan en el campo, al menos muchas con las que hablamos en Huelva, pueden pasar mucho tiempo sin mejorar su situación. Siguen sin papeles después de haber trabajado durante años y haber puesto sobre las mesas de media Europa la fruta y verdura que comemos cada día. Se pierden en el laberinto legal y en el trabajo sin contratos mientras encadenan la fresa en Huelva, la cereza en Lleida, la naranja en Valencia, la aceituna en Jaén…

—No había viento —dice Kalifa sobre su viaje de 2005—, tardamos dos días. Estuve en Las Palmas cuatro días, luego 25 días en Fuerteventura, y fui a Madrid en avión. Una compañera de Cruz Roja nos compró el billete y nos dio 50 euros. Desde Madrid me fui pronto a Almería. Luego a Lepe dos meses. Mi cuñado estaba en Madrid y me dijo que fuera a trabajar en la construcción, estuve allí dos años, la situación mejoró, pero ahora estoy muy mal. En 2008 me fui a Lepe. He estado once años aquí. Antes estaba en la casa de mi jefe, pero vendió la finca. Desde 2011 estoy viviendo aquí, en una chabola.

Pronuncia la palabra con rabia, una y otra vez: chabola, chabola, chabola. Tartamudeando. Como si pronunciarla fuera una denuncia, como si fuera una palabra que nunca se debiera usar.

—Estoy cansado. En África la vida es mejor. Allí tengo mi propia casa, aquí no puedo explicarte cómo es… Muy malo. ¿Por qué tengo que vivir en una chabola? Muy mal España para mí, pero todo igual en Europa, en Italia hay chabolas, en Francia hay chabolas, en España hay chabolas. Solo en Alemania y Bélgica no hay chabolas. Voy a estar un tiempo y voy a regresar a casa. Algún día el fuego nos va a matar a todos. Yo estaba aquí las tres veces que mi chabola se quemó. No me gusta la chabola, no me gusta la chabola.

Kalifa está buscando el momento para volver: ahorrar un poco más y volver. No espera nada más de España.

—Yo soy migrante y me busco la vida, y vengo aquí a trabajar y a callar la boca. Si el Gobierno es bueno o malo, un partido u otro, me da igual. No espero nada. Solo quiero trabajar y no tener problemas. Por eso tampoco me gusta quejarme. He trabajado en la fresa, los arándanos, la frambuesa, la naranja… Cuando me llaman mis amigos y me dicen que van a venir aquí, les digo: “No vengáis, África es mejor que esto”. Yo no miento, yo digo la verdad. Vas a vivir en una chabola. Hay gente que miente. No, Europa es así… Hay que decir lo que hay.

Durante todo el día, en las conversaciones que tenemos en el asentamiento, se cuela una y otra vez una referencia a alguien que está pero no está. El borracho del barrio, del asentamiento. Kalifa se muestra enfadado con él, dice que no es amigo ni conocido, que se pasa la vida bebiendo. Por las calles también se habla de él. Que ahora estará durmiendo en un aparcamiento. Que debe ir a desintoxicarse. Que le han intentado ayudar, que han hablado con él, que de momento no han tenido suerte.

Me pregunto cómo es posible que tanta gente se preocupe por él en un sistema sin recursos, en un asentamiento medio quemado, sin agua ni electricidad. En el barrio donde vivo nunca habría llamado la atención —lo dejarían morir de forma anónima. Quizá todo no se está derrumbando aquí, quizá se está derrumbando en lugares más cercanos de lo que pensaba.

Lepe: enero de 2021

Una valla protege el solar. Dentro: solo maleza. Ya casi no hay chabolas, tan solo algunas junto al cementerio. En verano de 2020, ya en plena pandemia, ardió el asentamiento y no se ha vuelto a levantar desde entonces.

Pero los trabajadores están. Se arremolinan en otros pequeños asentamientos alrededor del polígono y del centro comercial (Burger King / Autoking / King Play). Más invisibles que antes.

En este asentamiento frente a un centro comercial de Lepe había decenas de chabolas en 2019.
Tras el último incendio, no se reconstruyeron. Pau Coll / Ruido Photo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nos acompaña Francisco Braima Sanha, un veterano del lugar que echa una mano a sus compañeros cuando puede. Es de Guinea Bissau y tiene 61 años, pero aún se ve obligado a trabajar en el campo. Ahora vive en un albergue autogestionado por personas migrantes, pero también se ha visto obligado a malvivir en asentamientos en el pasado. Recorremos con él una carretera cercana a la zona y nos paramos en un terreno donde hay un puñado de chabolas. Hay varias personas sentadas sobre troncos de árbol y bidones. Hay un cartón de zumo de piña tirado en el suelo, una naranjada, un cuchillo, un vaso. Unas botas entre la maleza.

Ousmane Fal nos saluda. Rastas. Camiseta, tejanos y zapatillas azules.

—Llevo un año en Lepe. Antes vivía en el cementerio, y cuando se quemó el asentamiento vine aquí. Un día tengo trabajo y cuatro días no tengo. No tengo papeles. Aquí hacen falta papeles, sin papeles no puedo trabajar. Estoy viviendo en una chabola con cuatro personas.

La pequeña chabola que está a nuestro lado.

—Yo no viviría así en Guinea Bissau —interviene Francisco—. Nos tienen abandonados, somos perros abandonados, solo necesitan nuestra fuerza. Aquí viven como en una lata de sardinas. Mira, aquí cocinan —detrás hay tierra tiznada—, ponen un barreño y cocinan un pollo para siete personas. Se apoyan unos a otros. Tienen una litera, se juntan dentro, cada uno con su colchoncillo en la chabola. Algunos día trabajan de 8 a 8, por 40 euros al día.

—Hago de todo —dice Ousmane—. Fresa… lo que haga falta. Si hubiera un sitio mejor, me iría. Pero si voy a Madrid me quedo durmiendo en la calle. Llegué en 2018 a España, estuve un tiempo en Barcelona, pero allí no podía trabajar. Me siento mal. Seis meses sin trabajar. ¿Qué hago?

Sus padres y hermanos están en Senegal. Me enseña el móvil, las notas de voz que se intercambia con su madre. Le pregunto qué le dice su familia. Si le pide que vuelva.

—“Trabaja”, me dicen. “En África no hay nada”.

—Tus padres te quieren —reflexiona Francisco—. Están felices porque no has muerto en el camino. Pero si vuelves a casa… la gente te mira mal.

—Yo llevo casi tres años aquí. Si me voy a África sin nada… —confirma Ousmane.

La presión de tu hogar, de tu barrio, de tu ciudad: migrar es una inversión que a menudo hace la familia, así que debe dar sus frutos. No puedes volver con las manos vacías. Tienes que enviar dinero a casa.

El activismo: agosto de 2019

El activista Antonio Abad conoce bien la situación de los trabajadores del campo. Habla con pausa y llaneza, sin la jerga que se usa a veces desde el activismo y con la cercanía que a veces le falta. Tiene 60 años, las piernas como alambres y la pasión intacta.

La palabra que más nos repite Antonio —cuando visitamos un albergue autogestionado por los trabajadores, cuando vamos en su furgoneta a los asentamientos de la provincia— es “nadie”. A nadie le importa, nadie hace nada, aquí han venido diputados y concejales y políticos y a nadie le importa, nadie hace nada y el problema sigue, lleva años: centenares de personas en condiciones indignas.

—Falta voluntad, nadie la tiene. En proporción con el volumen de beneficios que están generando, a mí me parece insignificante el gasto que habría que hacer en ellos. Habilitar una zona tipo cámping para que tenga unos servicios comunes, unos aseos, unos puntos de luz y de agua… La inversión necesaria para hacer eso sería mínima. Y luego que esta gente podría pagar su plaza ahí, no van a pagar 500 euros por estar en un cámping, pero sí 50 o 60 euros. Si tú habilitas un espacio para mil personas y te pagan 50 euros tienes un dinero por lo menos para mantenerlo y recuperar la inversión. Pero se gasta un montón de pasta desde las administraciones, en subvenciones para nada, todos los años… Esta situación interesa a los empresarios. Interesa mantener a la gente con el pie en el cuello. A mí lo que me parece tremendo es que no surja una iniciativa desde algún sector, o en alguno de los pueblos, un proyecto piloto para hacer una cosa pequeña… Nada. Y esto ya no es un problema nuevo, lleva veinte años y la bola se va haciendo cada vez más grande. Llevo años entrando cada día en chabolas y no me acostumbro. Si esto sigue empeorando de aquí a veinte años, seguro que va a generar problemas.

El activismo: enero de 2021

En esta visita contactamos con Ana Pinto, de Jornaleras de Huelva en Lucha. Vamos hasta su casa, a una hora en coche de Lepe, para hablar con ella. Allí la entrevistamos. Pinto es jornalera desde los 16 años, pero ahora se dedica más al activismo y a defender los derechos de las trabajadoras del campo. Critica en varias ocasiones el Plan de Responsabilidad Ética, Laboral y Social de Interfresa (PRELSI), que se puso en marcha después de las denuncias de temporeras marroquíes de abuso sexual en los campos de Huelva, de las que se hizo eco un reportaje de las periodistas Pascale Müller y Stefania Prandi en una revista alemana en 2018.

—El PRELSI es un lavado de cara de la patronal. Es poner al zorro a vigilar a las gallinas: si hay algún problema de alguna mujer, está en manos de la patronal. Hemos tenido muchas demandas de mujeres marroquíes, pero no podemos entrar en las fincas para ver qué sucede ni cómo es la situación.

Le decimos que durante nuestras dos visitas a Huelva solo hemos entrevistado a hombres, que no hemos podido hablar con mujeres.

—Se habla siempre de hombres africanos [en el campo], y aquí hay una gran cantidad de mujeres marroquíes, rumanas, también subsaharianas. No se está teniendo en cuenta. Si ya de por sí un hombre está en condición de vulnerabilidad, las mujeres… Nos dicen que les piden su cuerpo a cambio de todo, ya sea el jefe, el que duerme con ella en la chabola, el que la ayuda en el empadronamiento…

Jornaleras en Lucha hace las veces de sindicato para las jornaleras, les da asistencia legal y denuncia en público las violaciones de los derechos humanos en los campos de Huelva. La activista Pastora Filigrana, a través de una cooperativa, da cobertura y asesoramiento legal a la entidad.

—Nos cuesta que la gente denuncie y pierda el miedo. Las inspecciones dicen que todo funciona bien… ¡El año pasado hacían teleinspecciones! Las empresas enviaban fotos respetando las normas de seguridad, con mascarilla, y todo correcto, claro.

La lucha que llevan a cabo por los derechos de las trabajadoras es universal: Pinto dice que, en contra de lo que muchos puedan pensar, aproximadamente la mitad de las mujeres que aquí trabajan la tierra son autóctonas.

—Dependemos del campo. La necesidad existe de una forma para unas y de otra para otras. La patronal nos intenta enfrentar, no deja que autóctonas y por ejemplo africanas nos juntemos. Así no luchamos juntas por nuestros derechos. Cuando convives y la relación es más intensa es cuando se crean los lazos de compañerismo.

Pinto teme que se fomente un discurso del odio en Huelva negándole trabajo a las personas autóctonas y azuzando las diferencias entre comunidades. Cree que es posible que suceda algo similar a los disturbios racistas de El Ejido en 2000. Defiende la regularización de las personas migrantes. Dice que su vulnerabilidad actual sirve para que las exploten, pero también para poner presión a quien esté en situación regular y no acepte peores condiciones de trabajo.

—Con 16 años empecé a trabajar en el campo, y en 2018 empecé a denunciar lo que pasaba, sentí que alguien tenía que romper con esto… Intento convencer a la gente de que debemos luchar juntas.

Interior de una chabola de trabajadores del campo. Pau Coll / Ruido Photo
Abu es de Costa de Marfil. Llegó a España en 2014 tras saltar la valla de Melilla. Desde entonces vive en un asentamiento de Lepe. 2019.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ismael en el albergue: agosto de 2019

En el polígono industrial hay un albergue autogestionado por los temporeros. Antonio Abad, que echa una mano a la gente que vive allí, nos lo muestra. Es un edificio a medio construir —abandonado por las administraciones, un proyecto fallido— en forma de ele, con dos plantas.

Cae el sol. En la planta baja, al final del pie de la ele, nos unimos a un grupo que está comiendo algo. Allí conocemos al sevillano: todo el mundo lo llama así, “sevillano”, aunque sea costamarfileño. Se llama Silué, vive en Sevilla desde hace muchos años pero viene aquí a trabajar en coche. La barbilla en forma de candado, un cierto aire pijo, camiseta y pantalones cortos. Me cuenta que conoció en un supermercado de Sevilla a su mujer, que se fue a vivir con ella, que tienen una hija. Otro de los chicos que me llama la atención es Dauda, de Mali, que limpia todo de forma compulsiva: cuando todo el mundo devora de un barreño común pescado con cuscús, él enseguida pasa la mopa para limpiar lo que ha caído al suelo.

—Yo quiero estar limpio, que todo esté limpio, no me gusta estar sucio.

Se sienta a mi lado, le enseño en el móvil algunos de los reportajes de The Backway. Me dice que llegó a través de la ruta libia, que lo salvó un barco de rescate de una oenegé. A su lado, un compañero no para de mirar Facebook y poner canciones. Canciones que nos acompañan siempre en el albergue: Dauda tiene unos altavoces de gran potencia. Nos preparan un té delicioso y charlamos hasta bien entrada la noche: el tema estrella es la esperanza de que Neymar vuelva al Barça. Prehistoria del fútbol.

En los siguientes días pasamos muchas horas en el albergue. Convivimos. Hay cuatro cocinas en las que se reparten entre diez y veinte personas para cocinar y comer. En la pared de una de ellas veo un calendario artesanal con los días que le toca cocinar a cada uno. Con la limpieza funcionan igual: cada domingo alguien limpia, se van turnando. Las habitaciones están numeradas. Parece una gran nave industrial más que un albergue: en el centro hay una avenida con bancos de hierro, que le da al conjunto un ambiente más habitable y familiar. En las zanjas donde debería haber hierba está la zona de lavandería. Hay una hamaca para tomar el fresquito, jazmín, palés dispuestos al final de la ele.

Ismael —no es su nombre real, pero me pide que lo identifique así— es uno de los que más tiempo lleva aquí. Es de Mali. Por la mañana trabaja en el campo, así que quedamos con él a la hora de comer. Nos sentamos en una de las cocinas del albergue.

—Yo fui de Mali a Mauritania y de Mauritania a España en cayuco. En 2006 llegué a Las Palmas. Me quedé un mes y después me llevaron en avión a Madrid. Estuve cinco años en Madrid. Luego estuve en Murcia… No podía trabajar porque no tenía papeles, iba un poco al día… Empecé a trabajar en la construcción, pero no tenía experiencia. Luego he estado en diferentes sitios: si hay trabajo voy a Lleida, si hay trabajo voy a Jaén, si hay trabajo voy a Huelva.

Años y años trabajando en el campo. Ismael tardó 13 años en regularizar su situación: en 2019 le dieron los papeles. Le tuvieron que operar del ojo porque tuvo un herpes, no recibió atención médica adecuada y al final se lo tuvieron que quitar y colocarle uno de cristal. Pero Ismael no se lamenta.

—Con corazón todo ha salido. Hemos luchado. Hemos venido con una misión: trabajar. Hay que cumplirla.

Ismael tiene mujer y dos hijos en Mali. No los ha visto desde que llegó a España, pero ahora que ya tiene los papeles está planeando viajar por fin a Mali.

—Estos son los comedores. En cada fogón hay dos, tres, cuatro, cinco personas.. Cocinamos muchas cosas. Arroz, fufú… —dice mientras damos una vuelta por el albergue para que nos lo muestre.

—¿Podemos ver tu habitación?

—Está arriba, vamos.

Abre la puerta, pero choca contra algo.

—Este es mi cuarto. No se puede ni abrir, está lleno. Tengo la cama y cosas…

Hay ropa, un póster de La tribu, una película protagonizada por Paco León. Insecticidas, chaquetas, jerséis. Un body milk. Gafas de sol.

—Ahora en verano salgo aquí al fresco. Hay una hamaca y duermo fuera.

Saca una tableta y nos dice que está estudiando para sacarse el carnet de conducir. Se pone a responder algunas preguntas de tipo test.

¿En el paso de peatones puede hacer una parada?

a) Sí, pero solo para subir o bajar personas.

b) No, porque está prohibido.

c) Sí, porque hay peatones cruzando.

—B. No, porque está prohibido.

Correcto.

En este albergue viven decenas de trabajadores del campo.
Ismael en el albergue. 2019. Pau Coll / Ruido Photo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Francisco en el albergue: enero de 2021

Cuando volvemos a Lepe en enero de 2021, el albergue sigue ahí. Los mismos murales —“Senegambie”, dice uno de ellos—, las mismas habitaciones, la misma ele, pero algo más de movimiento porque ahora es temporada y el calor no ahoga. Ismael no está: se ha ido a Jaén, a la cosecha de la aceituna. Pero está Francisco, que vive en el albergue y que echa una mano a los compañeros más vulnerables.

Paseamos con él por el albergue, saludamos a la gente que nos encontramos, pero esta vez no nos paramos tanto tiempo a hablar. Francisco nos lleva al almacén para poder charlar un rato. Nos sentamos en una mesa poblada de papeles y con un cenicero. Francisco es un trotamundos: su vida ha dado mil bandazos. Fue jefe de cocina de la embajada de Guinea Bissau en Portugal, estuvo en Bélgica, en Noruega, en Francia, en Italia… Llegó a España en 1984. Estuvo varios años en Madrid, luego trabajó en el campo en varios puntos del país. Los trabajos que lograba eran intermitentes e inseguros, hasta que logró regularizar su situación en 2000. Trabajó en la construcción, abrió un bar en la provincia de Almería y parecía que las cosas le iban bien, pero entonces llegó la crisis económica.

—Me quedé parado ocho años. Ahí me hundí.

Ni siquiera en el campo lo aceptaban, no por no tener los papeles, sino porque ya era muy mayor y los empresarios preferían a los más jóvenes. Hasta que en 2016 vino a Lepe y consiguió trabajar en la naranja.

Le pregunto cómo ha visto desde dentro la evolución del campo en Andalucía durante los últimos años.

—Antes pagaban menos, pero no ha cambiado casi nada.

Habla de un hombre que lleva trabajando veinte años en el campo y se pregunta por su jubilación. Dice que las cosas ni siquiera han cambiado con la pandemia, que no se han hecho test, que los trabajadores viven igual que antes.

Lo que pido es que la gente mire. Que no quiere decir que miren solo por nosotros, la situación está mal para todo el mundo. Pero si la gente puede echar una mano, por lo menos para comer, para ir manteniendo… Que busquen una forma para ayudar a la gente que vive en las chabolas. Para sobrevivir. Porque esta es una vida de supervivencia. La gente no tiene casas buenas, ni mantas, ni comida, ni agua potable. Pero cuando nos necesitan, ahí estamos. Somos gente mal pagada, con contratos y nóminas falsas. Y me pregunto: ¿Cuándo llegaremos a jubilarnos nosotros? ¿Dónde está la humanidad? ¿Qué somos? ¿Por qué no se puede ayudar a una persona que lo está pasando mal?

Francisco me cuenta lo mismo que me contaba Ismael hace un año y medio. Entonces me doy cuenta: mi vida y la de la gente a mi alrededor ha cambiado con la pandemia, pero la de ellos sigue igual.

El oro rojo: agosto de 2019

Desde la furgoneta de Antonio vemos pasar chabolas, pinos y arena, talleres y palés. Lepe, Cartaya, Moguer, Palos de la Frontera, Lucena. Una sucesión de siembras de arándano, frambuesa, mora, fresa. Es el oro rojo de Huelva, provincia líder en exportaciones de frutos rojos, con un 78% de las ventas de España y 428 millones de euros facturados tan solo en el primer trimestre de 2020, más de la mitad provenientes tan solo de la fresa. El primer destino internacional de estos frutos es Alemania, seguida del Reino Unido y Países Bajos. Aquí se recogen los frutos que tienen como destino las mesas europeas.

Atravesamos químicas y refinerías, con sus llamaradas que se extinguen en el cielo. En el paisaje se mezclan la industria y los campos de frutos rojos. Circulan coches, temporeros van en bicicleta, mujeres en grupo intentan pasar desapercibidas.

Visitamos un asentamiento que está entre el término municipal de Moguer y el de Palos de la Frontera, rodeado de campos de fresa. Siempre había pensado que iría a Moguer para ver la casa de Juan Ramón Jiménez, mi poeta de cabecera; no sabía que allí había un asentamiento, fuera del núcleo urbano, en una pineda sobre la arena.

En el asentamiento hay una chabola con una bandera de España raída en un palo que hace las veces de mástil. No parece que haya mucha gente, pero se oye una música de fondo, un ritmo machacón con palabras entrecortadas, y vamos a su origen: el bar de Beleti.

Lo llaman Beleti pero su nombre real es Issa Diakité, y tiene 54 años. Es de Bamako. Nos sentamos a charlar en el porche de su chabola-salón, sobre la cual hay una placa solar tumbada completamente.

—Aquí vemos sobre todo fútbol europeo, por eso tenemos la parabólica —está plantada frente a nosotros—. Desde 2010 veía el fútbol en mi chabola, pero mucha gente venía a verlo también, la chabola se hizo pequeña y en 2013 instalé el bar.

Visitamos el bar por dentro. Debajo del enorme televisor hay un reproductor de DVD y la consola del satélite. Beleti dice que aquí caben más de cien personas, aunque no me imagino cómo. Hay bancos de madera en los que caben seis personas, sillas de plástico de colores montadas en una pila en la esquina. Hay un tablero de damas con tapones de refresco como fichas, mantas aislando el techo, un póster de líderes religiosos de Mali, un mapa de Mali tapado por un extintor. Y un sistema artesanal dolby surround: ocho altavoces que rodean toda la sala.

—Salí de Mali y fui a Mauritania, desde allí fui a España en 2009 en cayuco, llegué a Las Palmas y después me llevaron a Fuerteventura. Luego fui a Madrid, estuve 20 días, después a Lleida, mi hermano estaba allí, y luego aquí, a Moguer, en 2010. Trabajo en la fresa y en los arándanos. Estos días trabajo en el campo, pongo los plásticos para las fresas, preparamos el agua de regadío… En este asentamiento ahora mismo hay unas 40 personas, en temporada más de 500. La televisión la compré en un mercadillo de Sevilla —lleva aún escudos del Barça enganchados en las esquinas, él no se los quiere quitar aunque es del Madrid—. Aquí el té es gratis, solo cobro los refrescos y si hay fútbol importante, como un Barça-Madrid, un euro por entrada. Las pelis son gratis, los otros partidos son gratis… Aquí se ven mucho Atlético de Madrid, Sevilla, Barça y Madrid.

Me fijo en un póster que anuncia una fiesta en una gasolinera. En medio del bar hay un colchón con una manta-esterilla encima. En la puerta, una pintada: “Atansion Bileti”.

De vuelta a Lepe en la furgoneta de Antonio, paramos en Cartaya para coger palés de una cooperativa para la chabola de Kalifa, el maliense que conocimos en el asentamiento de Lepe.

—¡Suficiente! —sopla Kalifa con los ojos iluminados cuando ve los palés en el vehículo, porque ahora ya puede reconstruir su casa—. ¡Antonio! Antonio. Gracias.

Kalifa parece ese tipo de persona al que le resulta difícil dar las gracias; por eso, la palabra “gracias” tiene verdad cuando la pronuncia.

—¡Venga! —le responde Antonio.

El bar-salón de Beleti construido en un asentamiento de Huelva.
Issa Diakité, conocido como Beleti, es un trabajador del campo en Huelva. Pau Coll / Ruido Photo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El oro rojo: enero de 2021

Antonio no está ahora en Lepe. Intentamos volver a los asentamientos que visitamos en verano de 2019. Llamo a Beleti por teléfono para que nos dé indicaciones de cómo llegar al suyo, en esa lengua de tierra entre Moguer y Palos de la Frontera, porque no lo encontramos. Con algo de intuición logramos acercarnos al lugar, y él aparece con su coche en una carretera principal.

Lo acompañamos de vuelta al asentamiento. Allí todo está igual y diferente: hay más chabolas, se nota que ya es temporada. Sigue la bandera de España en una chabola, pero ya no está raída, parece nueva. Su bar sigue en pie, impertérrito al paso del tiempo y de los virus. Los escudos del Barça pegados a la televisión, los altavoces, una silla azul con el logo de Pepsi, bancos, un calendario, los líderes religiosos de Mali e incluso el mapa de Mali tapado por un extintor. Un reproductor de DVD, un generador para la televisión, un equipo de música, la placa solar, el tablero para jugar a las damas… Todo igual, al milímetro. Incluso el cartel que dice: “Fiesta pub sin límites, 22-2-2019”, que suena a otra época. Quizá el único cambio es un discreto bote de gel hidroalcohólico.

Nos sentamos en la veranda a charlar con él, como hicimos la última vez. Vamos todos con mascarilla, pero el encuentro es más cálido que el primero. Se muestra abierto a que le hagamos fotos, a explicar su vida y la de sus compañeros: algo no tan común en un lugar donde muchos prefieren pasar desapercibidos o temen sufrir represalias si hablan con la prensa.

—La gente está sufriendo mucho, la gente en las chabolas no tiene agua, es todo lo que pedimos… Cada dos días el Ayuntamiento manda un camión con agua y todos vamos con nuestras garrafas para llenarlas.

Será la única queja que haga a lo largo de la conversación. Le preguntamos si ha cambiado algo con la pandemia. Si en el campo se toman medidas de protección para trabajar.

—Todo igual, la verdad. Todo el mundo va con mascarilla, pero poco más. Los guantes por ejemplo me molestan, no puedo trabajar con ellos. Pero aquí nadie se ha enfermado. Estoy contento con el trabajo. Tengo papeles, me los arregló mi jefe. Me los dieron en 2016.

Como Beleti ya lleva tiempo en el lugar, ayuda a los recién llegados. Procura que duerman en una chabola —siempre con otras personas—, que se sientan cómodos, y que poco a poco se incorporen al trabajo si pueden.

—Este —dice Beleti señalando a un joven detrás de él, sentado en la veranda del bar-chabola— no va a trabajar de momento. Le ayudamos con la comida y con un techo hasta que encuentre trabajo.

El joven, también maliense, se llama Diakité, acaba de llegar de Almería, no habla demasiado, pero confirma que llegó hace poco a España a través de las islas Canarias. Como Beleti hace trece años.

—Yo llegué en 2008 y estuve ocho años sin papeles —dice Beleti—. Mira, mi campo está ahí, voy andando cada día desde la chabola, cada día salgo de la chabola y en cinco minutos estoy allí. Empiezo a las 8.30 y acabo a las 15.00. Es cansado. Trabajar la fresa es muy duro para la espalda, hay que usar las dos manos —se levanta y hace el gesto de que hay que trabajar con las dos manos, no con una.

Beleti es el único trabajador feliz que conocemos en toda la cobertura. El bar que se ha montado lo llena de alegría.

—Cuando juegan el Barça y el Madrid viene muchísima gente —insiste.

Su vida no ha cambiado en este tiempo. Solo en que lleva una mascarilla. La mía sí que lo ha hecho. Nos separa el abismo del consumo.

El otro fútbol de Lepe: agosto de 2019

Llega a mis oídos que hay un equipo de fútbol en Lepe en el que juegan trabajadores del campo. Su presidente se llama Alaji Ladiane. Quedamos con él para ver un entrenamiento.

Subimos por un camino que nos lleva unos kilómetros a las afueras de Lepe y llegamos, en medio de la nada, a un complejo deportivo con varios campos de césped. Poco a poco empiezan a llegar chavales.

Mientras se cambian:

—¿Cómo va el Barça?

—1-1.

—¡Ha marcado Ansu Fati!

—Oh, sí, qué bueno que es.

El entrenamiento empieza con centros a la olla. Me tienta pedir un disparo, un centro, pero no hacen ningún ademán de ofrecérmelo, así que me quedo en la línea de fondo, esperando a Alaji. Aparece pasadas las siete de la tarde, se sienta a mi lado, sobre la hierba mojada, y lo entrevisto mientras miramos con el rabillo del ojo el entrenamiento.

Nacido en Senegal, Alaji llegó a España con su familia cuando tenía doce años. Fue mediocentro defensivo, un 4: militó en el Aljaraque en 1995 y luego, entre 1997 y 2000, en el filial del Real Club Recreativo de Huelva. En 2006, ya retirado, se fue de viaje a Senegal y propuso crear allí una academia de fútbol, porque quería que los niños aprendieran con método.

—Todo el mundo persigue el balón, pero veo que no saben: lo que voy a hacer es enseñarles fútbol, la poca experiencia que tengo. Traje ropa deportiva y para ponerle nombre dije: voy a ponerle Recreativo Senegal. Como yo salí de la cantera, la academia se llama así.

Creó otra más allí, la llamó Betis Senegal. Pero también había que hacer algo en Huelva.

—A partir de 2012 empezaron a llegar chicos africanos. Empecé a llevar a chavales a clubes, porque vi que algunos de ellos no podían incorporarse rápidamente a los clubes y necesitaban ayuda. Los llevaba a hacer una prueba al San Roque, al Betis…

Hacía eso con los que despuntaban. Pero había muchos más. De ahí nació la idea del equipo que ahora vemos entrenar. Un equipo de recién llegados. Todo recién llegado tiene las puertas abiertas. No hay un propósito de que sea una cantera de clubes andaluces profesionales. Cuando los chavales llegan sin papeles, sin conocer el idioma, aquí tienen un grupo de amigos para jugar, para hacer piña, para olvidarse de todo.

El Recreativo Ladiane es un salvavidas.

—La mayoría lleva poco tiempo aquí, menos de un año algunos, otros más. La mayoría no tienen papeles, el trabajo no es una cosa segura para ellos… Algunos los están arreglando. Hay jugadores de Senegal, Mali, Guinea… de todas las nacionalidades.

Alaji fue en 2012 a la federación andaluza para participar en campeonato oficial, le dijeron que no, que debía tener una sociedad deportiva. Alaji lo consiguió: en 2014 tenía todo arreglado. Cada año, desde entonces, se propone que el equipo participe en competición oficial, pero nunca logra el dinero para pagarlo. Los chavales deben conformarse con los entrenamientos. Y, algunos, con probar en otros clubes.

—El trabajo que estoy haciendo lo tendría que estar haciendo el Gobierno. Cuando los jóvenes vienen aquí con menos de veinte años, son el futuro de España. Seguro que se van a quedar aquí casi toda su vida. Facilitar su incorporación es bueno para España. Mañana ellos son los que van a trabajar en los invernaderos, los que van a trabajar en la fruta, y la fruta es la que va a Inglaterra, a Alemania, para traer millones de euros aquí, a Lepe.

Los jugadores siguen colgando balones al área y rematando de cabeza: el portero está siendo masacrado.

—Si no fuera por los extranjeros, el campo no funcionaría.

Entrenamiento del Recreativo Ladiane en 2019.
Alaji Ladiane en enero de 2021. Pau Coll / Ruido Photo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El otro fútbol de Lepe: enero de 2021

Está lloviznando. Hemos quedado, un año y medio después, con Alaji para ir otra vez al campo de fútbol. Pero será un ejercicio de nostalgia, porque no hay entrenamiento debido a la pandemia.

—Ahora también tenemos a muchos menores que han llegado de África y que están estudiando y haciendo formaciones, cursillos. Chavales de 16 o 17 años que están en centros para menores y al mismo tiempo con nosotros aquí entrenando.

Pisamos el césped húmedo. Dice Alaji que pronto volverán los entrenamientos del equipo. Del Recreativo Ladiane.

—El deporte no solo es llegar a ser jugador profesional. Físicamente te ayuda. Algunos de los jugadores hacían deporte en su país natal, y cuando llegan aquí les gusta seguir disfrutando del deporte. Con nosotros por lo menos tienen la oportunidad de empezar con su primer equipo. El deporte les ayuda a incorporarse, adaptarse y conocer España.

Ha pasado año y medio y el equipo sigue sin apoyo económico. Ladiane dice que necesitan unos 9.000 euros para participar en Segunda Andaluza y cubrir los gastos de toda la temporada. Los trámites burocráticos ya los hizo. Solo falta el dinero. Alguien que crea en el Recreativo Ladiane.

—Esperamos que el año que viene llegue un patrocinio que nos permita participar en la Liga.

Es viernes por la mañana y los jugadores mayores de edad del Recreativo Ladiane —los que tienen más “suerte”— están trabajando en un campo que no es de fútbol.

 

Argelia no es tierra para migrantes

Una de las normas del odio es que siempre hay alguien debajo a quien odiar, humillar o ignorar

Los libros de historia dicen que Orán es un palimpsesto: ciudad del noroeste argelino cerca de la frontera con Marruecos, con pasado colonial francés y una alcazaba fortificada desde la que la conquista española se enfrentaba al Imperio otomano. Pero hay un pliegue más reciente, una capa que está pero no se ve: en las entrañas de la ciudad hay otra ciudad, escondida de todo y formada por hombres y mujeres de África Occidental que sobreviven a las deportaciones, intentan ganarse el pan o esperan su momento para cruzar a Marruecos y llegar a Europa. A ellas prácticamente no se las ve por las calles. A ellos —a algunos— se los ve deambulando, en busca de un trabajo en la construcción o en cualquier cosa que les pidan los argelinos. Son una minoría comparada con los que se quedan en casa, con los que apenas salen de sus pisos y sus barrios, con los que tienen miedo.

—Hay mucho racismo, no nos consideran personas.

Ricardo Dongon es de Duala, la mayor ciudad de Camerún, su capital económica. Salió de allí en septiembre de 2018. Su objetivo no era llegar a Europa o a España, sino en concreto a Madrid.

Lo repite: Madrid, Madrid, Madrid.

Atravesó Nigeria y Níger antes de llegar a Argelia. Lo más duro, como en casi todos los casos en esta ruta, fue cruzar el desierto: el trecho a partir de Agadez, en el norte de Níger, hasta Tamanrasset, en el sur de Argelia. Es joven, tiene veinticinco años, pero dice que enfermó en la ruta y que se alegra de estar vivo.

Ricardo se ha quedado sin dinero en Orán. Hay un mecanismo perverso que hace que muchos se enfrenten a la misma situación. Cuando salen de su país (Camerún, Guinea, Costa de Marfil, Mali), llevan miles de euros al cambio que usan para pagar a las redes de tráfico de personas y para los gastos en el camino. Son comunes en la ruta los robos, las extorsiones, los sobornos e incluso los secuestros. En el caso de ellas, también las violaciones. Si consiguen llegar sanos y salvos hasta la costa de Argelia, el desierto no queda atrás para siempre. El Estado argelino lleva a cabo una campaña masiva de deportación de migrantes: Amnistía Internacional calcula que 34.550 personas fueron expulsadas entre agosto de 2017 y finales de 2018. Los detienen en las calles, en sus domicilios temporales, y los transportan en autobuses hasta la frontera con Níger —y antes de Mali— sin una notificación previa y sin un proceso legal transparente. No sin antes confiscarles —robarles— el móvil y todo el dinero que llevan, según denuncian muchos de ellos.

Ndzana Joseph tiene treinta años y es de Camerún. Acaba de ser deportado de Marruecos a Argelia y está derrotado. Foto: Toni Arnau

 

—A mí me han deportado ya tres veces. La última fue hace dos meses. Me detuvieron en la calle y me deportaron. Ya estoy acostumbrado.

Dice Ricardo que la policía no actuaba de forma especialmente violenta en primera instancia, pero que si alguien se rebelaba, era golpeado.

—Una vez en el desierto, si quieres volver a Tamanrasset (Argelia), te tienen que llevar los tuaregs. Allí hay un negocio. Te cobran 100 o 150 euros por pasaje. La idea es que te desanimes y lo dejes.

Su familia le envió dinero varias veces para que pudiera entrar en Argelia de nuevo. Ahora busca algún trabajo que le permita trasladarse a Marruecos, donde la rueda volverá a girar: necesitará más ahorros para intentar cruzar el mar y llegar a España. O, como él dice, a Madrid.

Años atrás muchas personas migrantes iban desde Agadez hasta Libia, pero la ruta quedó prácticamente sellada después de que la guardia costera libia, financiada por la Unión Europea, devolviera a sus costas de forma masiva las pateras que salían, y de que el exministro de Interior Matteo Salvini cerrara los puertos italianos. Aunque Salvini ya no esté en el Gobierno, la ruta más habitual sigue siendo la de Argelia para llegar a Marruecos y desde allí a España, a través del estrecho de Gibraltar o del mar de Alborán.

—En Europa estaré mejor. La policía me tratará con más respeto. Aquí no tienes derechos. En la ruta no tienes derechos —dice Ricardo.

La peluquería migrante

En este salón de belleza —una planta baja en un barrio humilde de Orán— se oyen historias de sueños y desiertos. Aquí vienen clientes y clientas a cortarse el pelo y a hacerse la manicura. Es también un refugio para hombres y mujeres de África Occidental, sobre todo de Camerún y Guinea, que comparten un espacio de trabajo y ocio.

—No discriminamos —dice una de las trabajadoras cuando le pregunto, al ver la clientela, si aquí también vienen argelinas.

Esta tarde se han juntado en la peluquería Mustafá, Sylvie, David y Florine. Charlan en el banco de espera, frente al gran espejo del salón de belleza. Todos son de Camerún y ahora están en Orán, pero se hallan en diferentes momentos de sus vidas.

—Esta es la segunda vez que intento llegar a Europa —dice Mustafá, camiseta amarilla y pantalones cortos granates, el teléfono siempre en la mano—. La primera vez estuve cuatro años en Marruecos y luego fui deportado. Quiero volver a intentarlo.

Mustafá tiene 34 años. Su edad importa: algunos pueden hacer la ruta en unos meses, pero otros lo intentan durante años, se encuentran con obstáculos, paran, vuelven a intentarlo: invierten toda su juventud —años que podrían haber dedicado al trabajo y a sus familias— en un sueño que no llega.

—A mí me han expulsado dos veces —dice David—. Llevo cuatro años en Argelia. Hago mantenimiento industrial. Cuando salí de Camerún, mi idea no era quedarme aquí, sino ir a Europa, pero no tengo dinero. Sufrimos agresiones, nos abandonan en el desierto y no podemos decir nada. Somos seres humanos, no animales. Aquí te roban el teléfono y el dinero. Ojalá las cosas mejoren para los que vengan detrás.

—Yo me quedo siempre en casa, en la peluquería —dice Sylvie, que trabaja en este salón de belleza informal—. Llevo casi un año aquí. Cuando salí quería ver, descubrir. Mi situación actual es todo lo contrario a eso: no puedo ni salir a la calle.

—El problema son las expulsiones —insiste Mustafá.

En esta peluquería underground de Orán trabajan y se reúnen personas de África Occidental. Foto: Toni Arnau

 

Mustafá llegó a Marruecos, fue deportado y ahora está en Argelia y quiere volver a intentar llegar a Europa. Foto: Toni Arnau

 

—¡Y las condiciones de vida! —responde Sylvie—. Yo no he sido expulsada nunca, pero esto no es un país en el que… Yo quiero descubrir…

Sylvie pone énfasis en esa palabra: descubrir. Las risas de sus compañeros la interrumpen. Descubrir parece un verbo inocente en medio de la conversación sobre abusos y deportaciones que están manteniendo. Como si la curiosidad, menos apremiante que la guerra y el hambre, fuera un motor de la migración digno de mofa, también para ellos.

La única del grupo que no habla es Florine, una mujer con gafas de pasta que está acurrucada en una esquina. Converso con ella por separado. Me dice que es esteticista. No, me dice que no lo es: que eso es lo que hace ahora, en este salón de belleza. Que ella es periodista: infógrafa. Hacía gráficos de manifestaciones y otros acontecimientos informativos para un diario de Camerún. Su esposo vivía en Francia y le estaba intentando arreglar los papeles para reunirse con él. En un viaje de negocios a la vecina Costa de Marfil, su marido falleció por causas naturales y Florine tuvo que ir a enterrarlo. Luego decidió emprender la ruta, ella sola: dejó en Camerún, con su madre, a tres hijos. Dice que varios hombres intentaron violarla en el camino, pero que logró zafarse. Ha llegado hasta Argelia, pero no sabe si continuará. Su único objetivo es superar una depresión que no la deja imaginar ningún futuro.

—Si me recupero, podría hacer periodismo, pero con la depresión no puedo… Prefiero trabajar en la peluquería.

Me fijo en que tiene dos tatuajes. En la muñeca izquierda, una libélula. En la derecha, varias letras, algunas de ellas tachadas.

—Mi marido se llamaba George. Por eso pone “GEO”. Tapé esas letras porque murió, pero les puse encima una corona, porque él es el rey.

Las letras GEO aún se adivinan, pero están emborronadas por una melancólica tinta azul. Al lado, las letras FLO, de Florine, siguen intactas.

Odio institucional

En un país donde la disidencia se persigue, las entidades de defensa de los derechos humanos o las organizaciones internacionales no tienen el músculo suficiente para asistir a la población migrante. El Estado argelino deporta a migrantes sin que haya contestación social o movilizaciones. La protesta es un deporte de riesgo para los manifestantes que exigen un cambio político, pero el régimen no pierde legitimidad por su trato a personas migrantes, sino por el contexto nacional. Tras la caída en abril de 2019 de Abdelaziz Buteflika, que llevaba veinte años en el poder, se instaló una junta militar que convocó elecciones para diciembre, pero que no convenció a la oposición más acérrima.

“Aquí los migrantes son muy mal recibidos”, dice Sarah Belkacem, una activista defensora de los derechos humanos. “Hay un problema de acogida. Ven a los extranjeros como algo peligroso. Tienen miedo a los subsaharianos. Es una fobia”.

Ninguno de los migrantes con los que hablé en Argelia ocultó su resentimiento. Algunos dicen que han podido encontrar trabajo y que ha habido personas que los han ayudado, pero en general se sienten deshumanizados. Saben que la situación en Marruecos no es mucho mejor. Unos creen que en Europa respetarán sus derechos; otros creen que eso nunca sucederá. “No hay turistas o extranjeros en Argelia, así que para mucha gente los subsaharianos son los primeros extranjeros que ven”, dice Belkacem.

El vecino Níger, al sur, es un país clave en la estrategia de externalización de fronteras de la UE y recibe fondos para montar puestos de control y centros de detención: para frenar la migración, en definitiva. A finales de 2014, Níger llegó a un acuerdo con Argelia para que sus ciudadanos en situación irregular en el país árabe fueran deportados. Las expulsiones masivas en aquella época desde Argelia fueron sobre todo de nigerinos; en los últimos dos años, afectan a todos los subsaharianos.

“El Gobierno es antinmigración y, además, la gente no está sensibilizada con la situación de la población migrante”, dice Belkacem.

Las deportaciones que se efectúan hoy no solo son de personas sin documentación,  incluidas personas vulnerables como embarazadas y menores, sino también de solicitantes de asilo. Debora Del Pistoia, que fue responsable de campañas para Amnistía Internacional en Argelia, Marruecos y el Sáhara Occidental, dice que estas expulsiones se han usado “para camuflar problemas internos” de Argelia.

“La policía, al vaciar los pisos de migrantes, ha legitimado actitudes violentas por parte de la población. Muchas casas han sufrido robos. Hay migrantes que, al volver, se han encontrado con sus pisos destruidos. También ha habido personas atacadas con cuchillos”, explica. “El odio está conectado con el discurso político y con los medios de comunicación. La represión contra los migrantes en Argelia ha ido en paralelo a la represión de las organizaciones de la sociedad civil y de defensa de los derechos de los migrantes”.

La retórica xenófoba —criminalización, bulos en redes sociales que dicen que los subsaharianos portan el VIH— convive con otra realidad. “Hay muchos patrones que usan a las personas que llegan de África subsahariana como mano de obra y que incluso están dispuestos a regularizar su situación, sobre todo en sectores como la agricultura y la construcción”, dice Del Pistoia. Las más de veinte entrevistas que hice en Argelia lo confirman: muchos dicen que han encontrado algún trabajo y que podrían incluso quedarse en el país, pero la mayoría vive con el miedo en el cuerpo por una campaña de deportaciones que ya poco tiene que ver con los papeles: las autoridades arrestan y expulsan a personas al desierto a partir de un perfil racial, según su testimonio.

Este bar africano en Orán es uno de los puntos de encuentro de las comunidades subsaharianas. Foto: Toni Arnau
Patricia vive en un piso con más de diez personas en Orán. Muchas de ellas han sido deportadas alguna vez. Foto: Toni Arnau
En la peluquería de Orán se hace la manicura y hay todo tipo de cabelleras postizas. Foto: Toni Arnau

Aviones y Flaubert

Me he hecho amigo de Franck. Creo que puedo decir amigo, porque cuando no estamos juntos nos escribimos, y cuando salgo de Argelia lo seguimos haciendo. Sé muy poco de cómo llegó hasta Orán. Sé que tiene veintiún años, que le tocó de cerca el conflicto entre separatistas anglófonos y las fuerzas de seguridad de Camerún, país de mayoría francófona. Sé que quiere ir a España. Pero poco más. No hablamos de su pasado o del mío, hablamos sobre todo de literatura. Dice que le encanta Madame Bovary de Gustave Flaubert, pero me recomienda encarecidamente El Cid de Pierre Corneille, A dry white season del sudafricano André Brink y los poemas del jesuita camerunés Engelbert Mveng.

Solo he leído a Flaubert.

Franck me invita a su piso y dice que tres de sus amigos están en camino. Que quizá pueda entrevistarlos. Los esperamos en una cocina con las ollas sucias y ropa tendida. Cuando llegan, nos dicen que están dispuestos a hablar con periodistas, ¿pero qué sacan ellos a cambio? Les digo que no pagamos por hacer entrevistas. Se crea una situación incómoda, pero pronto nos relajamos. Les digo que no se preocupen, que charlemos de cosas intrascendentes, que no me tienen que contar cómo han llegado hasta aquí, cómo ha sido su trayecto ni qué anhelan. Olvidémoslo: ya no estoy trabajando.

Hablamos de fútbol. Luego dicen que odian Francia, que por nada del mundo irían a Francia, que los franceses son unos racistas, unos colonialistas. España también fue una potencia colonial, les digo. Se encogen de hombros.

Salimos a dar una vuelta y les ofrezco un cigarrillo.

—Sí, sí que quiero. Es que cuando fumas… te olvidas de todo.

Me preguntan cuántos días estaré en Orán. ¿Quizá nos podemos volver a ver? Es viernes al mediodía y me marcho el domingo por la mañana, así que no nos queda mucho tiempo: esto es una despedida.

De repente, uno de ellos me mira con una mezcla de amor y de odio recién incubados.

—Tú en unos días te vas a Barcelona. ¡Así, en un momento! En avión. Y mientras, nosotros…

Esta crónica forma parte del proyecto The Backway de RUIDO Photo, con el apoyo de National Geographic Society.

Publicado en revista 5w.

Viaje a Eritrea, la Corea del Norte de África

El tiempo parece haberse detenido en uno de los países más herméticos, pobres e injustos del mundo

Asmara es una mentirosa bellísima. La capital de Eritrea despereza su encanto temprano, con los primeros rayos del sol, y sus amplias avenidas con edificios antiguos de corte italiano se pueblan poco a poco de paseantes, carros tirados por burros y decenas de bicicletas, que subrayan con su zumbido la escasez de vehículos de motor. En la ciudad, bautizada como “la piccola Roma” en tiempos de la colonia, apenas hay coches y ni motocicletas. En la acera, un hombre limpia pausadamente el escaparate de su tienda de ropa, coronada por un cartel azul decadente, y de una pastelería cercana emana el aroma de capuccinos y croissants recién hechos. En el interior, una sala de techos altos y paredes de espejo, sólo quedan dos mesas libres. Los clientes, casi todos hombres, difuminan sus conversaciones entre el ruido de las tazas y el silbido de la máquina de café y, en una silla junto a la pared, Effren Shewua sorbe su té con tanta calma que parece que lleva en esa posición desde mediados del siglo pasado. A Effren, ingeniero de treinta y pocos casado con una italiana, le encanta su ciudad. Le gustan sus calles limpias y la historia de sus paredes de piedra. Luego recuerda todo lo demás y congela su sonrisa: él, como casi todos, también se querría marchar.

Para mí –dice– este es el país más bonito del mundo, pero es como vivir encerrado en una cárcel preciosa durante el resto de los días de tu vida.

La iglesia de Santa María en Asmara es uno de los principales lugares de culto para una población que, en su gran mayoría, es copta. Foto: Edu Ponces

Eritrea es un país de relojes detenidos. Bautizada habitualmente como la Corea del Norte de África, la nación bañada por el mar Rojo es uno de los regímenes más represivos y herméticos del planeta. El país vive aislado del mundo por voluntad de su Gobierno: sólo un 1% de los eritreos tiene conexión a internet, la televisión por satélite está vetada en las casas particulares y la penetración del móvil es la más baja de África, al mismo nivel que la República Centroafricana, un país devastado por una guerra cainita. El resto de las ventanas están cerradas: el Comité de Protección de Periodistas calificó a Eritrea como “el país con más censura del mundo” y denunció que no hay ni un solo medio independiente y ningún otro Estado de África mantiene a más periodistas encarcelados. Reporteros sin Fronteras la sitúa en el antepenúltimo lugar de su lista de Libertad de Prensa, sólo por delante de la dictadura coreana y Turkmenistán.

Sólo el 1% de los eritreos tienen internet, y no hay televisión por satélite

Desde su independencia de Etiopía en 1993, Eritrea ha estado dirigida por Isaias Afwerki, un dictador que ha impuesto un régimen de partido único muy militarizado. La guerra contra Etiopía ha durado más de 30 años y el último conflicto se cerró formalmente el año pasado.

La economía está en decadencia por una mezcla de sanciones internacionales, paranoia gubernamental –en el año el régimen expulsó a las oenegés y empresas con capital extranjero– y obsesión por una guerra desigual contra un vecino que multiplica por 19 su población de menos de seis millones de habitantes.

Pese a que Etiopía y Eritrea firmaron por sorpresa la paz en julio del 2018, el deshielo aún no ha cuajado, y la guerra dicta la vida de los eritreos.

La población está sometida a un férreo control de sus actividades cotidianas

Por eso, tras apurar su café, Effren dice que para entender Eritrea hay que visitar una cicatriz: el cementerio de tanques. A las afueras de la capital, en medio de un descampado junto a un barrio de casas ricas, se desparrama un muro de varios metros de altura formado por cientos de vehículos de guerra oxidados, apilados unos encima de otros. En el único acceso al recinto, apenas una apertura entre la montaña de chatarra, un guardia con una ametralladora al hombro controla los permisos –hay que pedir autorización de movimiento incluso para viajar a otra ciudad– y autoriza la visita. En el interior, sólo hay cadáveres de hierro, y la sensación de abandono es total. Apenas perturba la quietud un rebaño de ovejas, que pasta ajena a los esqueletos de camiones rusos, acorazados con ametralladoras y tanques de cañones huecos que se retuercen y forman una escultura tétrica dedicada al combate. El lugar no es sólo el recuerdo de las dos guerras entre Etiopía y Eritrea, que hicieron temblar el Cuerno de África, es también el punto de partida de un estado de absoluto control. La guerra justificó que se olvidara la Constitución, se destruyera el sistema judicial y se llamara a toda la población a entrar en la trinchera.

Después de movilizar a los eritreos para que defendieran la patria, el cierre en falso del conflicto —un estado de no paz, no guerra— dio la excusa al gobierno para perpetuar en el 2001 el servicio militar obligatorio e indefinido para todos los hombres y mujeres. El Gobierno decide cuándo finaliza la mili de cada ciudadano. Después de servir un año y medio en una base militar, los soldados se ponen en manos del Estado. Según su nivel de educación, las autoridades deciden dónde seguirán sirviendo al país. El sistema se ha convertido en una máquina de represión y castigo. La docilidad se premia con puestos amables de funcionario en Asmara, pero la desobediencia se castiga con un destino en el último rincón del país, alejado de la familia, para construir carreteras bajo el sol abrasador del mediodía. El sistema permite un seguimiento exhaustivo de cada individuo y su rutina diaria. El Estado vigila sus reuniones o supervisa cuántas veces visita a su familia, ya que estas actividades requieren una autorización oficial.

“Nos llaman funcionarios, pero no lo somos —escupe Effren—. Somos esclavos del engranaje del Estado. Somos prisioneros del Gobierno. Las condiciones de vida de los reclutas durante el servicio militar en el frente son terribles, pero luego estás atrapado, sin expectativas para tu vida”.

Aunque las cifras varían según el puesto que ocupan, el salario que reciben oscila entre los 30 y los 150 euros mensuales, una cantidad irrisoria. Para sostener al régimen, el Gobierno impone una represión total. Hay detenciones y torturas sistemáticas, y se extirpa de raíz cualquier pensamiento crítico.

Después de reprimir unas manifestaciones estudiantiles, el Gobierno, por ejemplo, cerró todas las universidades y las sustituyó por un sistema de colegios mayores con profesores de su cuerda.

El control de la disidencia es férreo. Un mal informe o un chivatazo pueden suponer que un recluta sufra un cambio de destino durante el servicio militar indefinido y sea enviado de un día para otro a construir letrinas en la árida frontera con Etiopía. Nadie se atreve a alzar la voz.

Obligatorio para hombres y mujeres; y sólo el régimen decide quién se licencia

La red de espías secretos, que alcanza todas las capas sociales, garantiza el silencio. Nadie se fía de nadie. Ni siquiera Amín y Omán, amigos desde niños. Ambos tienen 28 años y, mientras nos acompañan por la ciudad costera de Masaua, dibujan un panorama color de rosa cuando se les pregunta por su situación. Omán combina su empleo de funcionario en el Ministerio de Sanidad con el trabajo de chófer para poder llegar a fin de mes. Amín, por su parte, es empleado de Correos y realiza trabajos esporádicos como guía. Ambos sostienen que la vida en Eritrea no está tan mal y, después de la firma de la paz con Etiopía, confían en que las cosas irán mejor.

Aun así, una breve parada durante el trayecto para fotografiar un coche rojo destartalado frente a un valle descomunal dispara los susurros. Cuando Amín ve que su amigo se ha alejado lo suficiente, se confiesa en voz baja.

“En cuanto pueda –dice– me iré de este país. Tengo once amigos que ya se han ido. No hay futuro, no hay nada. Todos lo sabemos y por eso todo el mundo se quiere ir”.

Eritrea es un país que se desangra: en menos de una década, entre un 10% y un 12% de la población ha huido al exilio, según cifras de la Agencia de Refugiados de las Naciones Unidas. Cada mes 5.000 eritreos cruzan a pie la frontera, espantados por la ausencia de oportunidades y las detenciones masivas. No hay otra forma de salir. Desde hace casi una década, el régimen no entrega pasaportes a nadie menor de 55 años.

Para quienes logran marcharse, el miedo no termina al dejar atrás la frontera. Exiliada en Adís Abeba, capital de Etiopía, Yasmin accede a charlar en el restaurante de un hotel bajo la condición de cambiar todos sus datos personales y que guardemos la cámara. “Vivo con miedo porque he hablado para criticar al Gobierno y eso es peligroso. Echo de menos la libertad. Poder hablar sin miedo a que me secuestren”.

Profesora de escuela, además de militar a su pesar, pagó 2.500 dólares a un traficante para que la ayudara a pasar la frontera.

La paz con Etiopía no ha cambiado su vida. “Las autoridades secuestran a mucha gente –asegura–. A los activistas los llevan a prisiones secretas donde los torturan y maltratan. Tengo varios amigos desaparecidos”.

Yasmin no volverá a callarse. La Comunidad de Sant’Egidio, la Federación de Iglesias Evangélicas de Italia y la Mesa Valdense la han incluido en un programa que le permitirá ir a Roma y solicitar asilo. Cuando llegue, jura que no parará de luchar: “Quiero ser una defensora de los derechos humanos, denunciar lo que pasa en Eritrea y hablar por los que se quedaron atrás”.

Publicado en La Vanguardia.

Partidas: mujeres senegalesas en las dos orillas

La migración de Senegal a Europa ha marcado la vida de esposas, hijas y madres en las dos orillas. ¿Qué significa depender toda una vida de un marido ausente? ¿O verse obligada a migrar a un país desconocido? ¿O sentirse migrante en el país de origen y en el de destino? Solo ellas tienen la respuesta

Bintou empezó la relación con su marido por teléfono, se enamoró por whatsapp y se casó a distancia. La primera y única vez que la pareja se vio en persona fue en una reunión familiar en 2006. Tras ese breve encuentro él migró a Italia y Bintou siguió con su vida en Dakar. Nunca más se vieron, nunca más hablaron hasta 2012, el año en que murió la madre de Bintou. Ese día él llamó para darle el pésame como le correspondía por ser primo lejano de la fallecida. Pasaron los días y los dos jóvenes siguieron hablando por whatsapp, a escondidas de la familia. Él le empezó a decir “te quiero” y a Bintou se le fue ablandando el corazón. Poco a poco se enamoró de ese hombre al otro lado del teléfono, al que solo veía en fotos. Él era una voz entrecortada por la distancia.

Bintou empezó la relación con su marido por teléfono, se enamoró por whatsapp y se casó a distancia

Tras seis meses de cortejo, él llamó por teléfono al padre de Bintou y le pidió formalmente la mano de su hija. Organizaron la boda en la mezquita de enfrente de la casa familiar, en el barrio de Yeumbeul, a las afueras de Dakar. Bintou se vistió de blanco y organizó una fiesta a la que acudieron sus amigas, hermanos, primos, padres y suegros. Todo el mundo estaba allí menos el futuro marido, que nunca consiguió el dinero para viajar desde Italia. En la mezquita, Bintou formalizó su matrimonio con el hermano de su novio, que actuó como representante. Un año después, ella mantiene la esperanza de que él vuelva a Senegal. O mucho mejor, que la lleve con él a Italia. Bintou cree que va a ser fácil porque su marido no es como los otros migrantes. Él tiene papeles.

 

***

“El día que mi hijo me dijo que se iba a España en patera, me pidió que rezara por él. Yo no pude evitar ponerme a llorar, sabía que irse así, de forma clandestina, era muy peligroso. Y mira que mi hijo vivía bien en Senegal. Tenía una tienda en Dakar con la que ganaba un buen sueldo y vivía con su esposa y sus dos hijos. Pero él quería construirme una casa para que no tuviera que pagar más el alquiler. Por eso se fue a España. A la semana, escuché por la radio que unas pateras habían naufragado en la costa senegalesa. Fue en 2006. Desde entonces, no he vuelto a recibir noticias suyas, ni un mensaje, ni una llamada. Por eso sé que está muerto. Si no, hubiera dado señales de vida, de eso estoy segura”.

Mareme Samb, cerca de 60 años, vive en Thiaroye-sur-mer, un pueblo pesquero a las afueras de Dakar. Desde que su hijo murió está enferma de hipertensión.

***

 

Kadiatou recuerda con tristeza el día que supo que iba a migrar a España. “Fue un día fatídico”, dice. Tenía 16 años y debía abandonar su casa, su familia, la escuela y sus amigas para irse a un país extraño y casarse con un hombre al que apenas conocía. El matrimonio estaba arreglado desde el día de su nacimiento. “Yo no podía rechazarlo, sino, me enfrentaba a toda la familia”. Al llegar a España, Kadiatou se instaló en casa de su marido y sus suegros. Un año después, se quedó embarazada. Su marido le empezó a llamar gorda y dejó de querer salir de casa con ella. Kadiatou se pasaba las noches llorando.

Nació el niño y la convivencia se hizo todavía más insoportable. Su marido no la dejaba ir sola al trabajo y la llamaba cada cinco minutos. “Mi suegra tampoco me dejaba en paz. Parecía que estaba casada con mi marido, su madre y su padre. En esa casa, yo no tenía ni voz ni voto. Todo el trabajo lo hacía yo y aparte trabajaba fuera de casa. Para ellos la mujer del hijo es como la sirvienta”. Kadiatou aguantó esa situación durante ocho años. Ocho años de los que no quiere hablar. “Aguanté por mi hijo”, dice. Hasta que un día no pudo más y decidió agarrar al niño y volar a Senegal . Le contó a sus padres que se quería separar y no volver nunca a España, pero ellos se negaron y la obligaron a regresar con su marido. De nuevo en España, la convivencia fue aún peor. Un día discutieron y ella, fuera de sí, llamó a su familia para pedir auxilio, pero nadie le contestó. Kadiatou sintió que no tenía ninguna alternativa, ni en España ni en Senegal. “Las muertas no están casadas”, pensó. Entonces, tomó lejía.

Kadiatou recuerda con tristeza el día que tuvo que dejar su casa, su familia y sus amigas para migrar a España y casarse con un hombre al que apenas conocía

Despertó en un hospital. Una amiga y vecina suya había llamado a la ambulancia. De allí la derivaron a un centro de salud mental donde, por primera vez, explicó su caso. Kadiatou no estaba enferma. Era una víctima de violencia de género. El centro la puso en contacto con las trabajadoras sociales que le buscaron un piso y la ayudaron a salir de la casa de su marido. Un día cualquiera, Kadiatou cogió a su hijo de la mano, salió por la puerta y no volvió jamás.

Cuando su familia política se enteró de que se había marchado de casa, llamaron a sus padres para amenazarlos. La madre de Kadiatiou la llamó por teléfono desde Senegal y le insistió que volviera con su marido. Las amigas que tenía en España le dieron la espalda. Pero Kadiatou no se amedrentó y empezó los trámites del divorcio, aunque nunca se atrevió a poner una denuncia. “Para no complicar más las cosas”, dice. Eso hizo más difícil conseguir la tutela de su hijo, pero finalmente le concedieron la custodia a ella y derecho a visitas cada 15 días para el padre. Ahora Kadiatou está estudiando la ESO y buscando trabajo. Vive con otras seis mujeres que han padecido situaciones similares de violencia con las que se lleva bien. Cuenta que hasta ha aprendido a cocinar tortilla de patatas. “Aquí en España siento que puedo luchar para salir adelante, que puedo estudiar y querer ser mejor”.

 

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“Cada miércoles mi papá nos llamaba por teléfono y hablábamos con él. Siempre nos decía que nos llevaría a Francia y hablaba de cómo sería nuestra vida cuando viviéremos todos juntos. Lo que más echaba en falta era su presencia. En la escuela, todos mis amigos hablaban de su padre y yo nunca podía explicar nada. La última vez que vino, lo acompañé al aeropuerto y yo le dije que me llevara con él a Francia. Él me prometió que me llevaría a la próxima visita, pero nunca volvió, murió antes de cumplir su promesa”.

Awa Gueye, 21 años. Solo vio a su padre una vez, cuando tenía cuatro años.

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Hadiba vive en un piso de alquiler social en Santa Coloma de Gramenet con sus tres hijas. Hace unos meses se le terminó el contrato y ahora teme que le quiten el piso y vuelva a quedarse en la calle. No sería la primera vez. En 2007, Hadiba tuvo que entregar al banco el piso donde vivía, ahogada por la hipoteca. De un día para otro, le subieron el pago mensual cerca de 400€. Ella dice que la empresa que le dio el préstamo hipotecario, GMAC-RFC, le hizo un contrato fraudulento. “La letra pequeña que te mata”, puntualiza.

Hadiba se quedó sin nada, con tres hijas a cargo y un marido que había huido a Francia. “A mí no me gusta pedir nada, yo soy una persona muy independiente, pero a veces me faltaba hasta para pañales. Cada día veía mi vida más en un pozo”. Así que decidió unirse a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) y ocupar un piso en el Raval con sus tres hijas. “El día de la ocupación”, dice Hadiba con orgullo, “estaba la mismísima Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona”.

Hadiba vive en un piso de alquiler social pero hace unos meses se le terminó el contrato. Ahora teme que le quiten el piso y vuelva a quedarse en la calle

La PAH la ayudó a encontrar el piso de alquiler social en el que vive ahora, pero después de tres años de contrato, la pesadilla ha vuelto a empezar. BuildingCenter, una sociedad de CaixaBank dedicada a “la desinversión de la cartera de inmuebles” —según explican en su propia web—, le ha puesto una demanda de desahucio por impago. Ella alega que no recibió el nuevo contrato de alquiler social y por eso dejó de pagar.

Hadiba lleva años sin encontrar trabajo. Sufre ansiedad con episodios de migraña y ya no aguanta los ruidos de los bares y los restaurantes, donde antes solía trabajar. “No hay dos días seguidos que no los pase en la cama con dolor de cabeza. Cuando me tomo las pastillas no soy yo, duermo muchísimo. Mis hijas vienen a verme y me preguntan qué me pasa, por qué mamá está tan cansada”. Hadiba piensa que está pasando por una mala racha y que quizás su vida ya no esté aquí. Le preocupa el futuro de sus hijas. La grande está en primero de bachillerato y Hadiba teme que no pueda ir a la universidad. “Los niños de inmigrantes, aunque hayan nacido en España, aquí no tienen futuro”.

 

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“Para venir a España, tuve que vender todas las vacas que tenía para pagar el visado. Mi marido ya estaba aquí, en Girona, así que me fue relativamente fácil obtenerlo. En aquella época, en los 90, todo era más fácil. Dejé a mis dos hijas en Senegal, cada una con una abuela. Al irme pensé en mi familia y en mis hijas, en darles un futuro mejor. Lo que más me chocó cuando llegué fue ver que todos eran blancos y que no había ni árboles, ni vacas, ni burros, ni caballos en la calle. Mi padre me preguntaba si comía leche y yogur, porque en la etnia Fula, las vacas son una fuente de riqueza. Beber leche significa estar bien alimentado. Con el tiempo, intenté traer a mis dos hijas que se quedaron en Senegal, pero solo pude venir la menor. La otra era mayor de edad y nunca me aceptaron el visado. Se quedó sola en Senegal, sin familia”.

Maimouna Diao, 53 años, del pueblo de Velingara, en la región de Kolda. Migró a Girona, Cataluña, hace 39 años.

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Durante cuatro años, Fatou esperó pacientemente la llamada de su marido. Cuatro años sin hablar, sin saber donde estaba, qué hacía, si estaba muerto o vivo, enfermo o sano, si trabajaba o malvivía. Cuatro años de angustia. Cuatro años escuchando a su hija preguntar ¿Dónde está papá? Fatou se había casado seis años atrás con un senegalés que residía en Francia. Su abuelo, que era un gran marabú (hechicero), pensó que emparejar a su nieta con un emigrante era lo mejor que le podía ofrecer. “Cuando me casé estaba realmente contenta. Pensaba que mi abuelo había sido muy amable al casarme con alguien en el extranjero, alguien con mucho dinero. Yo pensaba que había tenido suerte, que había triunfado en la vida”.

En 1984, el futuro marido de Fatou viajó desde Francia a Senegal para visitar a su familia. Durante ese viaje, conoció a Fatou y a los pocos meses se casaron. Vivieron juntos durante un poco más de un año y tuvieron una hija. Cuando la pequeña cumplió 5 meses, el marido de Fatou, que se había quedado sin dinero, decidió volver a Francia para trabajar.

Cuando Fatou se casó con un senegalés que vivía en Francia, pensó que había triunfado en la vida. Pero con el tiempo se dio cuenta que vivir con un marido en el extranjero no era como ella había soñado

A partir de ese momento, Fatou tuvo que acostumbrarse al matrimonio a distancia. Desde Francia, su marido le mandaba dinero y regalos de comida exótica como café y Nutella. Incluso le envió una postal que emitía una dulce canción para niños en francés. Pero en el segundo año de vivir separados, la comunicación se cortó de repente. Dejaron de llegar las llamadas, el dinero y los regalos. Al principio, Fatou intentó ser paciente pero con los meses hasta la postal musical dejó de sonar. Pasaron cuatro años de silencio hasta que un día, Fatou volvió a recibir noticias suyas a través de un amigo del barrio. Su marido se excusó por teléfono: había estado enfermo, sin trabajo, y no le había dicho nada para no molestarla con sus problemas.

A partir de ese momento, las llamadas se hicieron más habituales y finalmente el marido de Fatou regresó a Senegal. Habían pasado siete años desde la última vez que la pareja se había visto. “Mi familia me felicitó por haber esperado tantos años. ¡Siete años!”, cuenta Fatou, orgullosa. “Yo podría haberme separado pero no lo hice para que mi hija pudiera volver a ver a su padre. Me dije que esperaría un máximo de diez años. Tenía la esperanza de que mi marido iba a volver y podríamos vivir juntos los tres, como una familia normal”. Pero el sueño de Fatou nunca terminó de cumplirse. Su marido pronto regresó a Francia. Los últimos años han transcurrido entre idas y venidas, visitas esporádicas y embarazos solitarios. Así dio a luz a tres hijas. Las más pequeñas nunca han aprendido a decir “papá”.

 

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Para mí, el hecho de tener el marido fuera, en Alemania, no es ningún problema. Más bien, que mi marido no esté siempre conmigo me permite ser libre. Quizá es porque estoy todo el día ocupada. En el colegio, alumnos, padres o profesores me piden cosas constantemente porque soy la directora adjunta. Cuando vuelvo a casa, me toca prepararle la comida a mi hija y corregir los deberes de mis alumnos. Obviamente lo extraño, pero durante el día no tengo ni un minuto para pensar en él. Cuando él está aquí, tengo que hacer la comida, limpiar la casa, tengo que dar el máximo de mí. Pero cuando él no está, si quiero salir, salgo, si no quiero cocinar, preparo cualquier cosa y si no quiero ir al supermercado, pido comida. Vivo menos estresada, a mi aire”.

Hadi Diata, 42 años, de Ziguinchor (Casamance). Es profesora y directora adjunta en una escuela de primaria.

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Ami siempre se ha sentido diferente, tanto en España como en Senegal. Llegó a Salt, Girona, cuando tenía cuatro años y recuerda que en la escuela primaria los niños se reían de ella y no la dejaban jugar. Las burlas empeoraron en el instituto con la pérdida de la inocencia infantil. Los compañeros se metían con su físico: su color de piel, sus cabellos, su delgadez. Ami contestaba de forma impulsiva. “Siempre estaba de mal humor”.

Incluso ahora, tras años como modelo, Ami continúa poniéndose nerviosa cuando tiene que entrar en una tienda y siente como todas las miradas se clavan en su piel negra

Pero su vida cambió cuando se fue a vivir a Barcelona. Su hermana mayor le pasó su antiguo trabajo de promotora de la discoteca Jamboree y allí empezó a conocer a todo tipo de gente. Perdió el miedo a abrirse y socializarse. En ese ambiente, un amigo le pidió que hiciera de modelo para un trabajo de la universidad y a partir de ahí le empezaron a llover encargos. Cuando la cámara la enfoca, Ami posa de forma natural, casi instintiva, y se transforma en su yo poderoso. Pero incluso ahora, tras años como modelo, continúa poniéndose nerviosa cuando tiene que entrar en una tienda y siente como todas las miradas se clavan en su piel negra. “No hace falta verbalizarlo, hay acciones que pueden hacer más daño que un insulto”, dice. En Senegal, Ami también se siente diferente. Ha ido dos veces con sus hermanas y allí la reconocen por su forma de caminar, por como viste y por el blanco de sus ojos. “Hasta la familia te ve de otro lugar, de un país de blancos”.

 

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“Yo me imagino Europa como un sitio verdaderamente triste. Hace frío y no podría ir a la playa, sería una catástrofe. Allí no podría hacer nada fuera de ir del trabajo a la casa, no sabría con quien hablar. Será que en Europa todo el mundo está enfermo, porque la gente no te saluda ni te dice buen día. Aquí la gente siempre está en la calle y puedes hablar y reírte con cualquier persona, sin conocerla de nada. Obviamente en la tele los blancos son simpáticos, pero no sé, yo me lo imagino así.”

Natalie Mendy, 26 años, de Basseral (Guinea Bissau). Llegó a Dakar (Senegal) con seis meses, donde actualmente trabaja de canguro para familias adineradas.

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Bintou sigue convencida de que su marido la llevará a Italia y finalmente podrán vivir juntos. Cuando le entran dudas, piensa que si no, podría trabajar como estilista, su sueño desde que tiene 12 años. Kadiatou sigue viviendo con sus compañeras en el piso de acogida. Aunque empieza a necesitar su propio espacio, su futuro es mucho más esperanzador que el que tenía delante el día que se intentó suicidar. Hadiba sigue angustiada. Tarde o temprano el banco llamará a su puerta y teme que se quedará en la calle con sus hijas. Por eso está pensando en ir a vivir a otro país de Europa. Uno donde las niñas africanas sí puedan tener oportunidades. Después de años esperando a que su marido la llevara a Francia, ahora Fatou trabaja sensibilizando a las chicas más jóvenes de las consecuencias que no se explican de la migración. A Ami cada día le llegan más ofertas como modelo. La piel negra, el cuerpo delgado y el pelo rizado del que se burlaban sus compañeros de escuela ahora se exhiben en revistas de moda y cuentas cool de Instagram. A Ami le gusta su nueva vida, pero sabe que, como muchas mujeres marcadas por la migración, siempre se sentirá entre las dos orillas.

 

*Algunos de los nombres de las mujeres entrevistadas se han cambiado a petición suya para conservar su anonimato.

** Un proyecto elaborado por RUIDO Photo con la colaboración de Open Arms y Acció Solidària i Logística (ASL), organizaciones que cuentan con proyectos de sensibilización y desarrollo en Senegal. 

*** Este reportaje se ha realizado con el apoyo financiero de la Unión Europea, el proyecto Frame, Voice, Report!, Lafede.cat, el Ayuntamiento de Barcelona y la Agència Catalana de Cooperació al Desenvolupament. Los contenidos de este reportaje son responsabilidad exclusiva de Open Arms, RUIDO Photo y los autores, Clara Roig y Pau Coll, y en ningún caso se puede considerar que reflejen la posición de la Unión Europa.

 

Marcadas por la migración

 

Ocho mujeres senegalesas explican cómo se han visto afectadas por la migración entre Senegal y España (o Europa) desde sus hogares, a las dos orillas de este proceso migratorio

 

Ami Diao, 22 años, en el parque al lado de su casa en Salt, Girona, Cataluña.

Ami vino a Cataluña con cuatro años con su madre. Se pregunta de dónde es realmente porque no se siente ni del todo catalana ni del todo senegalesa. “Tienen una mentalidad muy machista”, dice. Ha ido solo dos veces a Senegal y lo que más le ha sorprendido es que “faltasen tantos recursos que para la gente de aquí son básicos”. “En Senegal, la figura del blanco es como un Dios. Toda la mentalidad está enfocada al hombre blanco. África continúa siendo pobre y se piensan que la riqueza y el poder solo se puede conseguir en un país de gente blanca”.

 

 

Hadi Diata, 42 años, en una de las aulas de la escuela donde trabaja como directora adjunta en Ziguinchor, Senegal.

Cuando era joven, Hadi se enamoró de un chico que vivía en Alemania. Decidieron ver si funcionaba la relación a distancia y al cabo de dos años se casaron. Hadi asegura que la relación con su marido es buena. Hablan a menudo y se ven una vez al año, que para ella es suficiente. “Cuando él no está, me siento menos estresada, vivo más a mi aire”. Ella no quiere ir a vivir a Alemania, dice que el idioma es demasiado complicado. Con su salario, se podría pagar el visado y el billete de avión para ir de visita, pero Hadi tiene otras prioridades, como acabar de construir su casa.

 

 

Khady Ba (alias Hadiba), 39 años, en un parque detrás de su casa en Santa Coloma de Gramenet, donde le gusta ir a meditar.

Hadiba llegó a Cataluña con 19 años. Su madre ya estaba aquí así que ella le pidió de venir porque era “una mujer independiente”. Los primeros días se sentía desorientada porque no se podía comunicar con la gente, pero pronto se adaptó. “Como todos los africanos, pensaba que Europa era lo mejor, que aquí se podía tener todo lo que no se puede conseguir en Senegal. Por ejemplo, un trabajo con el que pagar el alquiler sabiendo que vas a cobrar a final de mes. Por eso salí, para tener una vida mejor”.

 

 

Bintou Soly, 22 años, en la terraza de la casa de sus padres en el barrio de Yeumbeul, a las afueras de Dakar.

Bintou se casó con un familiar lejano que vive en Italia y que solo ha visto una vez. Se enamoraron por whatsapp y se casaron a distancia. Tiene la esperanza de que él pueda venir a verla a Senegal o, mucho mejor, que la lleve a Italia con él. Pero a veces le entran dudas de si ha hecho bien casándose con un emigrante. “A veces me siento sola porque mi marido no está aquí conmigo. Me imagino las mujeres que viven cerca de sus maridos, que comen juntos y van a sitios juntos”.

 

 

Kadiatou Seydi, 26 años, en una calle de Barcelona.

Kadiatou migró a España con 16 años obligada por su familia para casarse con un hombre que casi no conocía. Tras años de abusos físicos y psicológicos por parte de su marido y su familia política, Kadiatou consiguió salir de la casa y separarse. “A una mujer que pasa por una situación de violencia le diría que busque ayuda, que no tiene por qué aguantar. Yo ahora lo tengo muy claro. Antes, aunque no quisiera casarme, lo tenía que aceptar porque sí, porque lo decía mi familia. No me atrevía a desafiarlos. Pero ahora nadie me puede obligar a hacer algo que no quiero”.

 

 

Natalie Mendy, 26 años, en la terraza de la casa particular donde trabaja de canguro en el barrio de Ngor, en Dakar.

Natalie es originaria de Guinea Bissau. Sus padres se trasladaron a Dakar cuando ella tenía tan solo seis meses. A los siete años, Natalie volvió a Guinea con su madre para aprender la lengua materna, y al cabo de tres se mudaron todos a Mauritania. Desde allí, su padre intentó cruzar el mar dos veces para llegar a las Islas Canarias, pero ambas lo deportaron de vuelta a Senegal. Desde siempre, a su padre le ha gustado viajar, decía que así descubría nuevas culturas y formas de vida. Pero Natalie se preguntó: ¿Por qué arriesgar tu vida para cambiar de país?

 

 

Maimouna, 53 años, en su casa de Salt, Girona, con dos de sus cuatro hijas.

Maimouna vino a Cataluña en 1991 para reunirse con su marido, aunque tuvo que dejar a sus dos hijas en Senegal. Después tuvo a Ami (izquierda) y a Ester (derecha), que viven con ella. Con el tiempo, Maimouna intentó traer a las dos hijas que se quedaron en Senegal, pero solo pudo venir la menor. Nunca aceptaron el visado de la otra hija porque era mayor de edad. Ahora Maimouna tiene la sensación que con la crisis es más difícil la regularización. “Nos han echado toda la culpa a los inmigrantes. Esto lo hacen los que no han salido nunca de su casa. En todo el mundo hay inmigrantes, incluso en África”.

 

Fatou Diop vive en la casa familiar con sus hijas mientras acaba de construir su propia casa.

Fatou se casó a los 20 años con un senegalés que vivía en Francia. Esperó toda una vida a que su marido la llevara con él o regresara definitivamente a Senegal para vivir juntos, pero su sueño nunca se acabó de cumplir. “La migración es difícil. No es un camino de rosas. En esa época yo pensaba que en Francia había de todo, que todo el mundo podía encontrar trabajo fácilmente. Pero si Francia hubiera sido como yo la imaginaba, ahora mismo estaría viviendo en una cómoda casa”.

 

*Algunos de los nombres de las mujeres entrevistadas se han cambiado a petición suya para conservar su anonimato.

** Un proyecto elaborado por RUIDO Photo con la colaboración de Open Arms y Acció Solidària i Logística (ASL), organizaciones que cuentan con proyectos de sensibilización y desarrollo en Senegal. 

*** Este reportaje se ha realizado con el apoyo financiero de la Unión Europea, el proyecto Frame, Voice, Report!, Lafede.cat, el Ayuntamiento de Barcelona y la Agència Catalana de Cooperació al Desenvolupament. Los contenidos de este reportaje son responsabilidad exclusiva de Open Arms, RUIDO Photo y los autores, Clara Roig y Pau Coll, y en ningún caso se puede considerar que reflejen la posición de la Unión Europa.

 

 

 

La migración senegalesa es también femenina

 

La migración acostumbra a tener rostro de hombre. Pero los procesos migratorios también afectan a las mujeres y de forma muy diversa, tanto aquellas que se quedan en el país de origen como las que deciden migrar

 

La migración de Senegal a España o Europa acostumbra a tener rostro de hombre: porque son mayoría entre las personas que migran, los que ocupan los espacio públicos, los que hablan en nombre de su comunidad y los que aparecen en los medios. Pero la migración también afecta a las mujeres y de forma muy diversa. Tanto a las esposas, hijas y madres que se quedan en el país de origen, como aquellas que deciden migrar, ya sea por reagrupación familiar o de forma autónoma.

Senegal es tradicionalmente un país de migrantes. Existen pruebas de fenómenos migratorios intercontinentales que datan de siglos antes del triángulo esclavista (Europa-África-América), con la trata oriental que empezó en el siglo VII. Según explica la antropóloga Beatriz García a partir de su trabajo etnográfico en Senegal para el Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), “el marido migrante es como un tipo sociocultural”.

Senegal es tradicionalmente un país de migrantes. El marido migrante es un «tipo sociocultural», tal y como lo define la antropóloga Beatriz García

“Incluso hay pueblos, como en Mbour, donde se comenta que un hombre que decide no migrar tiene más dificultades para tener esposa, porque se desprende que no tiene empeño para mejorar la vida de su familia”, añade. Por eso, concluye García, las mujeres están acostumbradas a pasar largas temporadas sin ver a sus maridos y a que la familia esté compuesta por unidades domésticas ubicadas en diferentes lugares. En la actualidad, debido a las distancias más amplias y por motivos políticos y legales, las mujeres se pueden pasar años sin ver a sus maridos. Aun así, el auge de los teléfonos móviles ha permitido que la separación física no suponga una ruptura.

Mapas de África y de Senegal. Se destacan las ciudades de donde son las mujeres que aparecen en los otros capítulos. Elaboración: RUIDO Photo.

Por otra parte, cada vez más las mujeres jóvenes de entre 15 y 29 años deciden migrar solas. Así lo recoge el último estudio sobre el perfil migratorio de Senegal elaborado en 2018 por la Agencia Estatal de la Estadística y la Demografía senegalesa (ANSD en sus siglas en francés) junto con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Aunque el porcentaje de mujeres que migran al extranjero no ha variado tanto —ha pasado de un 16% entre 1999-2008 a un 17% entre 2008-2012—, las mujeres han cambiado la forma de migrar. Si antes lo hacían como estudiantes o como esposas mediante la reagrupación familiar, ahora lo empiezan a hacer solas, en búsqueda de una independencia y una mejora económica y social que ya están desarrollando en su país mediante la inserción en el mercado laboral. ¿Pero de qué manera ha afectado la migración a los cambios en las relaciones de género?

Fatou Sarr Sow, reconocida socióloga senegalesa especializada en género, afirma que la migración ha ayudado a que las senegalesas que viven en el extranjero puedan renegociar las relaciones de género, por lo menos en sus hogares. En su estudio Migración, remesas y desarrollo local sensible al género. El caso de Senegal., realizado en 2010 para las agencias de la ONU, UN-INSTRAW y PNUD, Fatou Sarr argumenta que el acceso a los derechos de las mujeres que brindan los países de destino ha permitido a algunas mujeres independizarse y retar las jerarquías sociales entre hombres y mujeres.

Este proceso de lucha para renegociar el orden social establecido lo podemos ver en el caso de algunas de las entrevistadas, que se opusieron a la relación de desigualdad y/o violencia que padecían en su matrimonio. Aún así, al quererse separar, se encontraron con la oposición de su marido y sus padres, familia y comunidad, que mantienen la concepción tradicional del matrimonio.

La migración de mujeres senegalesas a países de destino que les brindan más derechos favorece a que se independicen y reten las jerarquías sociales entre hombres y mujeres

El matrimonio en Senegal está considerado como una unión familiar. En la mayoría de los casos, las mujeres se casan con tíos, primos o familiares lejanos y tras la unión, las mujeres van a vivir a la casa de la familia del marido. El matrimonio es un contrato social avalado por los padres que ofrece a la mujer un estatus social y recursos económicos fuera del hogar familiar. Es un paso indispensable a lo largo de la vida de las mujeres senegalesas.

La edad media en que se casan las senegalesas por primera vez es a los 20 años, edad que ha aumentado ligeramente en los últimos tiempos. Mientras que el 42% de las mujeres de 20-25 años están solteras, a la edad de 30-34 el porcentaje se reduce al 10% y entre las de 45-49 años, al 2%, según datos de la encuesta nacional demográfica y de la salud de 2017 (EDS en sus siglas en francés). La separación sigue siendo una opción minoritaria, con un 4% de mujeres divorciadas. Aunque los hombres tardan un poco más en casarse, el matrimonio es una práctica casi universal en la sociedad senegalesa.

Por su parte, Montserrat Solsona i Pairó, investigadora especializada en género y derechos sexuales y reproductivos asociada al Centro de Estudios Demográficos de la Universidad Autónoma de Barcelona, considera que los cambios en las relaciones de género de las mujeres senegalesas residentes en el extranjero se dan no tanto por el contacto directo con la sociedad occidental, sino por una nueva concepción del matrimonio emergente en Senegal. En su investigación, Cambio demográfico, migración y salud reproductiva. El papel de las mujeres senegalesas en la constitución de las familias, Solsona concluye que algunas mujeres quieren un patrón más equitativo en las relaciones de género y se sienten empoderadas para rechazar uniones a las cuales no están de acuerdo, especialmente la poligamia, que en 1997 afectaba al 47% de las mujeres y en 2017 al 32%. Este empoderamiento se atribuye, en parte, a las actividades remuneradas que empiezan a realizar las mujeres en Senegal, sobre todo en la venta, servicios y la agricultura, con las que adquieren cierta independencia económica.

 

Las mujeres que trabajan en el campo se unen en asociaciones de mujeres para aumentar la producción de sus huertos, como en este proyecto en Medina Boudialabou (Casamance), que cuenta con el apoyo de la ONG Acció Solidària i Logística (ASL).

 

Para las mujeres que se han quedado en Senegal, Fatou Sarr Sow considera que los procesos migratorios han generado pocos cambios en las relaciones de género. Aunque la migración de sus maridos les ha permitido mejorar sus condiciones de vida gracias a las remesas, estas apenas cubren todas las necesidades familiares y el papel que juegan en la economía local es insignificante. En general, suponen entre el 30% y el 80% de los ingresos en los hogares receptores. Las remesas no alcanzan para emprender un negocio y solo el 35% de las mujeres entrevistadas para el estudio complementan las remesas con sus propios ingresos, lo que provoca que ellas dependan del dinero que envían los hombres.

Así pues, el proceso migratorio de las mujeres es un síntoma de los cambios en los roles y las relaciones de género que están generando las mismas mujeres en el si de la sociedad senegalesa. Estos cambios las impulsaron a salir de viaje de forma autónoma e ir a vivir a otro país, donde su proceso de empoderamiento continúa hasta el punto de tener el coraje suficiente para retar las jerarquías sociales y las relaciones de desigualdad.

 

Evolución de la migración entre Senegal y España

Fuente: Instituto Nacional de Estadística. Elaboración: RUIDO Photo.

España es el tercer país europeo con mayor presencia de población senegalesa, con 73.333 personas censadas según el Instituto Nacional de Estadística en 2019. La comunidad senegalesa es la primera entre la población subsahariana y el 30% vive en Cataluña (22.410). El resto se encuentra repartida por el resto de comunidades autónomas, especialmente en Andalucía (12.455), la Comunidad Valenciana (5.749), País Vasco (4.690) y las Islas Baleares (4.571). En Cataluña, la comunidad senegalesa se ha instalado alrededor de las capitales de provincia de Barcelona, Girona y Lleida, siendo Mataró, Salt y Granollers los municipios con un mayor volumen de población senegalesa.

La migración de Senegal a España inició en los años ochenta en un contexto de cierre de fronteras de otros países de la Unión Europea que ya tenían flujos migratorios con Senegal. En Francia, antigua metrópolis de la colonia, la población senegalesa empezó a llegar en el periodo entre las dos guerras mundiales por la demanda de mano de obra, y en Italia, en los años 70. Así pues, la primera inmigración senegalesa a España fue en su mayoría irregular.

La migración senegalesa hacia España se inició en los años ochenta de forma irregular. Desde entonces, la comunidad senegalesa es la primera entre la población subsahariana

Los primeros senegaleses identificados en la Península Ibérica fueron en la comarca del Maresme, en Cataluña, donde los migrantes —pues en su gran mayoría eran hombres—, se quedaban a trabajar en los campos agrícolas e invernaderos de fruticultura en su camino hacia Francia. No hay datos de la población senegalesa en España hasta 1986 y 1991, cuando se pusieron en marcha dos programas de regularización. Así se constató que la comunidad senegalesa era la segunda comunidad extranjera en España después de la marroquí y la primera entre la población de África subsahariana.

La población senegalesa ha ido aumentando poco a poco hasta el año 2001, cuando se empieza a producir un incremento sustancial y sostenido en el tiempo. En 12 años, del 1998 al 2010, la población senegalesa en España pasó de las 4.700 a las 60.000 personas. Hoy, las mujeres suponen un 20% de la población senegalesa, proporción que se ha mantenido más o menos en el tiempo. Ya en 1998, las mujeres representaban el 18% del total de la comunidad.

Evolución de la población senegalesa en España separada por género de 1998-2019. Fuente: Instituto Nacional de Estadística. Elaboración: RUIDO Photo.

 

En las dos primeras décadas del siglo XX suceden dos fenómenos importantes que afectan los flujos migratorios entre Senegal y España: la mal llamada ‘crisis de los cayucos’, que tuvo su pico en 2006, en el que llegaron a España casi 40.000 migrantes irregulares por mar a las Islas Canarias. La mayoría de ellos  zarpaban de Nouadhibou (Mauritania) o de la costa senegalesa.

La crisis económica incidió en la población senegalesa residente en España especialmente a partir de 2010. Las personas inmigrantes tenían más dificultades para conseguir trabajo y pagar los altos precios del alquiler. Entre 2007 y 2011, la tasa de desempleo entre los inmigrantes se triplicó, alcanzando un 32,8%. Este porcentaje era más alto que la tasa de desempleo entre la población española, que llegó al 19,6%, según un informe de la Plataforma para la Cooperación de los Migrantes Irregulares (PICUM). Entre 2010 y 2014, más de 7.000 senegaleses se marcharon de España. En su conjunto, la población senegalesa se estancó hasta 2015, cuando volvió a su tendencia ascendente.

 

Un proyecto elaborado por RUIDO Photo con la colaboración de Open Arms y Acció Solidària i Logística (ASL), organizaciones que cuentan con proyectos de sensibilización y desarrollo en Senegal. 

** Este reportaje se ha realizado con el apoyo financiero de la Unión Europea, el proyecto Frame, Voice, Report!, Lafede.cat, el Ayuntamiento de Barcelona y la Agència Catalana de Cooperació al Desenvolupament. Los contenidos de este reportaje son responsabilidad exclusiva de Open Arms, RUIDO Photo y los autores, Clara Roig y Pau Coll, y en ningún caso se puede considerar que reflejen la posición de la Unión Europa.

El club de fútbol de Níger que ficha migrantes para llevarles a Europa

El Nassara Agadez FC, propiedad de un traficante, paga a sus jugadores con un asiento a un todoterreno para que se jueguen la vida atravesando el desierto hacia Libia

Agadez ha sido siempre una ciudad discreta; ahora es clandestina. Punto estratégico de las rutas caravaneras de oro y sal del siglo XV, la villa funciona aún como lugar de tránsito y es el último punto desde África Subsahariana antes de que el desierto lo envuelva todo. En el 2016, fue el epicentro descarado de la migración africana hacia Europa: 334.000 subsaharianos pasaron por la ciudad en su trayecto, vía Libia, hacia el Mediterráneo, en un negocio millonario –cada día 200 coches salían hacia el norte– que llenó los bolsillos a traficantes y autoridades corruptas.

Sin embargo, en los últimos meses, Agadez se ha llenado de susurros. La implementación a finales del 2016 de la ley 036 contra el tráfico ilegal de migrantes en Níger, impulsada por la Unión Europea (UE), ha cambiado el negocio. Ya nada se hace a la luz del día.

Una jugadora del club se prepara

Pero se hace. Si es necesario, se esconde detrás de un balón. El Nassara Agadez FC, propiedad de un traficante, ficha a los mejores talentos migrantes que pasan por la ciudad y les paga con una posibilidad: al acabar la temporada, les permite subir gratis en la parte trasera de uno de sus todoterreno para que se jueguen la vida atravesando el desierto hacia Libia.

Es un trueque entre el interés y la desesperación

Es un trueque entre el interés y la desesperación. El dueño del club, que jura haber abandonado el transporte ilícito de seres humanos, busca subir a primera división, donde los ingresos de los patrocinadores son jugosos, y los migrantes buscan acceder a un viaje cada vez más inaccesible.

La clandestinidad ha disparado los precios. Hace tres años, antes de que el Ejecutivo –ubicado en la capital de Níger, Niamey– prohibiera transportar a los que no son nacionales y multiplicara los controles policiales, el trayecto costaba 250 € por persona. Ahora el viaje de unos cuatro días por el Sáhara, embutido junto a una treintena de migrantes en la parte trasera de una ranchera, no baja de los 530 euros. Una fortuna para muchos.

Por eso no extraña verles entrenar con tanto fervor. Morgan Emmanuelle juega a fútbol como si quisiera romper la arena debajo de sus pies. Cuando el sol alarga las sombras, en la explanada de tierra del campo de entrenamiento, se oyen soplidos y huele a sudor. A sus 20 años, Morgan es de los más jóvenes en el campo, pero nadie lo diría. Alto y de complexión fuerte, se bate con fiereza con los defensas por hacerse con el balón y, cuando lo rescata del cielo, manda unos trallazos descomunales que encogen al portero. No para de correr.

Morgan se deja la piel en cada partido, mientras sueña con jugar al fútbol en Europa

Al acabar el partidillo, con la camisa amarilla empapada en sudor, Morgan aclara por qué tanto esfuerzo: porque se quiere marchar. Fue por el fútbol, dice, por lo que partió meses atrás de Benin State (Nigeria), con el objetivo de llegar a Europa, donde sueña jugar algún día. Y fue por esa misma pasión por la que fichó por el Nassara FC, porque era su única opción de continuar.

“Si juego tres meses más, el presidente pagará mi viaje a Libia –explica Morgan–. Es el trato. Quiero jugar en Francia o Alemania”

Morgan es el único que no habla en susurros, y sus colegas le hacen notar su indiscreción. En seguida cambia de tercio y menciona al marfileño Didier Drogba, su jugador referencia desde niño, para esquivar más preguntas sobre sus planes y su patrocinador. Nadie quiere destapar el pastel porque las consecuencias son rigurosas. Desde la nueva ley, el gobierno nigerino ha detenido a casi 300 traficantes y chóferes de convoyes migrantes y ha confiscado 169 vehículos.

«Si juego tres meses más, el presidente pagará mi viaje por Libia y el Mediterráneo”  jugador de fútbol

El presidente del club de fútbol, el traficante Bachir Amma, es el primer interesado en disimular. Camina siempre con unas muletas grises (de niño una mala inyección de antibióticos le dejó cojo) y es amable cuando este periodista se acerca a preguntar. Niega rotundamente que los jugadores migrantes de la plantilla –tres nigerianos, un maliense, un liberiano y un marfileño, aunque hay alguno más a prueba– jueguen a cambio de que les lleve a Libia. “Eso era antes del año 2016, cuando era traficante, pero ahora lo he dejado y les doy un salario, alojamiento y hasta comida”, asegura.

Amma dice que incluso aconseja a sus jugadores que no continúen el viaje a Europa porque el trayecto es ahora más peligroso. “Luego, si ellos quieren intentarlo, yo no puedo hacer nada para detenerlos”, concluye.

Morgan tiene claro su objetivo y lucha por llegar a Europa a través del fútbol.

En sus advertencias sí hay verdad. Para Tcherno Amadou Bulama, experto en migración y miembro de la asociación por los derechos humanos nigerina Alternative Espaces Citoyens, el giro de la política migratoria de la UE ha sumado peligros. “Antes se esforzaba en impedir que los migrantes entraran a su territorio, ahora intenta impedir que los migrantes salgan de sus hogares o puedan avanzar. Es como si a un pájaro le dejas levantar el vuelo pero no aterrizar. Lo condenas”.

Según Tcherno, las actuales rutas son ahora más largas y nocturnas para evitar los controles de la policía y algunos conductores, ante el miedo a ser detenidos, abandonan a los pasajeros en el desierto. “El Sahara –advierte– se está convirtiendo en un enorme cementerio a cielo abierto. No hay cifras oficiales porque los cuerpos en la arena desaparecen enterrados en pocas horas y no hay rutas marcadas, pero hay más muertos en el desierto que en el mar”.

El dueño del club ganaba 30.000 euros al mes como traficante, ahora quiere sólo fútbol

Para demostrar que está limpio, el presidente del Nassara FC subraya que informa a las autoridades y aloja a sus jugadores extranjeros cerca de su casa, en un antiguo gueto, como se conoce a las casas furtivas, sin ventanas, donde los migrantes esperan escondidos la señal para subirse a los todoterreno y atravesar el desierto. Hay decenas de guetos similares, y activos, por la ciudad. Amma admite que el club se ha construido gracias al dinero de la migración ilegal porque el vicepresidente y los inversores también son traficantes, pero insiste que ahora todos viven de los ahorros de la época dorada.

Amma incluso acaba de montar un pequeño restaurante con una ayuda de la UE de unos 1.500€. La cifra suena a chiste cuando Amma confiesa sus ganancias con la migración. “Solía ganar 8.000 dólares a la semana (casi 30.000 euros al mes), pero me he cansado de aquello; da demasiados problemas”.

Su grito de inocencia –ante el extranjero– se debe poner en cuarentena en una ciudad acostumbrada a tolerar el comercio de estraperlo. Hace tres años, Agadez se paralizó para llorar la muerte de un diputado con los mejores contactos en la ruta con Libia y que se había hecho millonario con el contrabando de sustancias ilícitas y de migrantes por el desierto. Su nombre, dejaba poco margen a la duda: Chérif Cocaïne.

Desde la Toscana italiana, el marfileño Diaby Mohamed, de 17 años, confirma por teléfono las sospechas de que los pactos de Amma siguen vigentes.

En el 2016, 334.000 migrantes pasaron por Agadez, en Níger, clave del tránsito a Europa

“Por supuesto que él pagó para enviarme a Libia –explica–. No lo hizo en mi presencia, pero él mismo me dijo que había pagado por mi transporte.”

Diaby jugaba en el Nassara FC hasta que partió de Agadez en el 2017 y llegó hace siete meses a Italia, donde es delantero en el USD Marina Calcio. Su viaje por el Sáhara empezó con una trampa: el chófer les abandonó en mitad del desierto y Diaby tuvo que beber su propia orina para sobrevivir. Muchos murieron. “Pensaba que estaba en un lugar seguro, pero casi me muero. El sol nos golpeaba y no había agua. Únicamente sol y arena”.

Diaby es uno de los migrantes que jugó en el Nassara FC.

Cuando fueron a buscarles, no fue mejor. Unos hombres armados les encerraron en una casa y, mientras les golpeaban, llamaban a sus familias para pedirles un rescate. “Me obligaron a pedir a mi madre dos millones de francos CFA (moneda de la comunidad financiera africana, equivalente a unos 3.000€). Era imposible que pudiera reunir esa cantidad. Nos maltrataban. Estuve allí detenido prácticamente un año”.

Tras escapar de aquel infierno, Diaby siguió hasta la costa, se subió a una barca y, cuando iban a la deriva, un barco pesquero les rescató. “No sabíamos dónde estábamos, pero la voluntad de Dios estuvo con nosotros. Todos empezamos a llorar de alegría”.

Cuando Diaby pisó suelo italiano, llevaba más de un año sin entrenarse, pero no dudó cuando le preguntaron por su profesión. Contestó lo mismo que la mañana en que el presidente del Nassara FC le hizo esa misma pregunta en Agadez: “Soy futbolista. Y quiero ser profesional”.

Sierra Leona: la resiliencia de la juventud africana

En 1991, el desempleo y la insatisfacción entre la población joven de Sierra Leona fueron unas de las principales causas de la violenta guerra civil que azotó el país durante 11 años. A pesar de los intentos para desarrollar el país y de las inmensas riquezas naturales que guarda (diamantes, oro, rutilo, bauxita, hierro), Sierra Leona sigue siendo de los países más pobres del mundo. Ocupa el puesto 180ª de 187 en el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas. La desproporción de jóvenes —un tercio de la población tiene entre 15 y 35 años— hace que sus perspectivas vitales pronto queden frustradas. Muchos jóvenes de las áreas rurales migran a la capital, Freetown, en busca de trabajo. Sin embargo, el 70% de los jóvenes no lo encuentra o si lo hace es en condiciones precarias dentro del sector informal. Su día a día consiste en trampear estas dificultades en busca de mejorar su realidad cotidiana. Al final, la única solución que encuentran es migrar más allá de las fronteras de su país e incluso de las fronteras africanas. Esta fotogalería de Toni Arnau retrata la juventud africana en su resiliencia cotidiana, la futura fuerza migratoria del continente.

 

 

Dudou trabaja en uno de los muchos vertederos que hay en Freetown, la capital de Sierra Leona. Recoge plástico para venderlo después y vive en la calle con su su mujer y su hijo. Entre los dos ganan menos de 200,000 leones al mes, alrededor de unos 20€. El alquiler mensual en una chabola de 15m2 en Freetown cuesta una media de 250,000 leones. Mientras que una habitación de hotel, 500,000 leones por noche.

 

Durante la posguerra en los años 2000, se construyeron barrios enteros de forma irregular para suplir la demanda de vivienda de la creciente población urbana. La construcción desenfrenada ha comportado que el bosque tropical que aguanta el suelo de las colinas, protegiendo la ciudad, desaparezca. En Agosto de 2017, la montaña de Sugarloaf colapsó en un alud de barro, llevándose las casas y causando al menos 400 muertes.

 

Ibrahim se abraza con su mujer al retornar a su casa en Freetown, después de estarse meses estancado en Bamako, Mali. Cuando Ibrahim cumplió 23, decidió abandonar su ciudad de origen en los suburbios de Freetown para emprender el The Backway, la ruta migratoria hacia Europa. Su sueño era llegar a Holanda y convertirse en jugador de fútbol profesional. Al llegar a las puertas de Libia, el miedo a ser secuestrado pudo con él y decidió retroceder. Intentó durante un tiempo buscar rutas alternativas pero al final por falta de dinero,decidió volver en un programa de retorno de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

 

 

Los jóvenes sierra leoneses acostumbran a ir a la playa de Lumley Beach de unos 4 quilómetros de largo, para correr y hacer deporte durante los días de cada día. En 2015, el gobierno demolió los puestos de comida hechos de bambú para reemplazarlos por un proyecto de hoteles de lujo y casinos. Tres años más tarde, algunos continúan en construcción.

 

En mayo de 2018, miles de personas salieron a la calle para celebrar la victoria del general militar retirado Julius Maada Bio en las elecciones presidenciales. Después de 10 años en la oposición, el Partido del Pueblo de Sierra Leona (SLPP) consiguió volver al poder en unas contiendas muy reñidas contra la formación rival, el Congreso de Todos los Pueblos (APC).

 

Varias personas prenden fuego en uno de los vertederos de Freetown, Sierra Leona. Trabajar en los vertederos de la ciudad es una de las opciones que tienen jóvenes y niños de ganarse la vida. El relator de las Naciones Unidas ha advertido del peligro para la salud y el medioambiente de las sustancias tóxicas derivadas de la mala gestión de los residuos en Sierra Leona.

 

Un hombre fuma cocaína en el suburbio de New England, en Freetown. Durante la guerra civil, los adolescentes drogadictos desempeñaron un papel clave en la difusión de la violencia. Hoy en día, Sierra Leona se ha convertido en país de tránsito en la ruta mundial de narcóticos. Los jóvenes de la ciudad se evaden con las drogas de su realidad frustrada por no encontrar trabajo. Uno de cada cuatro jóvenes y adultos padecen adicción. Las drogas más comunes son el cannabis, Brown Brown (heroína) y cocaína, de acuerdo con el informe del 2013 de la Agencia Nacional Contra el Tráfico Ilícito de Drogas.

 

Mariama se divierte en el jardín de su casa en Waterloo, un pueblo a las afueras de Freetown. Con nueve hijos a cargo, este es uno de los pocos momentos que tiene libres. Mariama se casó con 18 años con un líder de la comunidad, convirtiéndose en una de sus cuatro mujeres. Ella se lleva bien con todas menos con su mejor amiga, que también se casó con él porque era rico. En Sierra Leona la poligamia es una práctica común y más del 35% de las mujeres están casadas con un hombre que tiene más de una mujer.

 

Un niño juega en el techo de un coche abandonado en Waterloo, a 30km de la capital de Sierra Leona. En esta zona, las casas no tienen electricidad ni sistema de agua potable. La epidemia del ébola que sacudió el país entre 2014 y 2016 y las inundaciones de 2017 derrumbaron las ya de por sí escasas infraestructuras básicas que se habían construído durante el mandato de Ernest Bai Koroma.

 

Un hombre descansa en una cementera tras una ardua jornada de trabajo en Freetown. Trabaja unas 12 horas diarias y su salario es de 250,000 leones al mes, menos de 20€, lo que no le da ni para pagar el alquiler de una pequeña chabola. Dos de cada tres sierra leoneses vive por debajo del umbral de pobreza determinado por Naciones Unidas, es decir, con menos de 1,25$ al día.

El barco de las mujeres rotas

 

El 4 de noviembre de 2017 se localizó una patera con 319 migrantes eritreos a 27 millas náuticas de la ciudad libia de Al Kjums (Homs). En la bodega inferior del barco viajaba un número de mujeres más elevado de lo habitual. 69 mujeres. Casi todas estaban enfermas, casi todas viajaban solas, casi todas habían sido violadas.

“Por la mañana pegaban a los chicos y por la noche tenían sexo gratis con la chicas”, explica Mekerel Mehretab, una de las pasajeras eritreas de 19 años que viajaba a bordo de la pequeña embarcación rescatada por Open Arms.

La mayoría de los migrantes que se aventuran al Mar Mediterráneo han sido secuestrados y extorsionados por las mafias libias durante meses hasta que ellos o algún familiar paga su rescate hacia Europa. Para las mujeres, esto comporta casi siempre violaciones y abusos sexuales, aunque su vivencia queda invisibilizada en una ruta caracterizada por hombres.

 

 

A las 4 de la madrugada del 4 de noviembre de 2017 salió de la costa libia una pequeña embarcación de madera. En ella iban 319 migrantes mayoritariamente eritreos. Este tipo de embarcaciones tardan unos tres días en cruzar el Mediterráneo hasta llegar a las costas europeas, aunque nunca llevan el combustible suficiente. Muchos de las personas rescatadas llevaban tres días sin comer.

 

 

La mayoría de los eritreos rescatados habían sido secuestrados en Libia por milicianos u organizaciones criminales y retenidos entre 3 y 9 meses. Para forzar el pago por parte de sus familiares, los migrantes recibieron malos tratos, torturas y fueron sometidos a trabajos forzosos. Se calcula que entre 400.000 y 700.000 migrantes vivían atrapados en Libia en condiciones inhumanas en 2017.

 

 

La bodega inferior de la patera donde viajaban 69 mujeres y 6 niños contaba con una sola salida y ningún sistema de ventilación. La mayoría de las mujeres y niños tenían sarna y estaban deshidratados debido a las malas condiciones en que vivieron durante su secuestro en Libia.

 

 

La Unión Europea ha destinado este año 120 millones de euros del Fondo Fiduciario de Emergencia para África para mejorar la operatividad de los guardacostas libios y así detener el flujo migratorio desde la costa africana. Los acuerdos han dado resultado: menos gente llega a Europa, pero en cambio las condiciones para los migrantes en Libia se han recrudecido. A causa de la hostilidad de los guardacostas libios, la mayoría de ONGs de rescate han dejado de operar en el Mediterráneo Central.

 

 

Una vez a salvo, muchas de las mujeres entran en shock. La práctica mayoría de las migrantes secuestradas en Libia son violadas sistemáticamente por sus captores para forzar el pago por su libertad. Algunas están tan débiles que casi no pueden andar. Muchos de los chicos jóvenes rescatados también presentaban síntomas de violación como método de tortura.

 

 

Fireus, de 21 años, fue atendida por el personal médico voluntario del Open Arms después de desmayarse. Estaba embarazada de 5 meses tras haber sido violada en Libia durante el secuestro. De las 69 mujeres que viajaban en la pequeña embarcación, 6 estaban embarazadas.

 

 

En el barco de rescate del Open Arms, las mujeres y los niños duermen en la popa separados de los hombres. En la siguiente misión los voluntarios rescataron a Lula, una joven eritrea de 28 años embarazada de seis meses que abortó justo antes de subirse a la embarcación de rescate. Lula estaba tan débil que murió antes de llegar a Italia.

 

 

Elsa Melake, de 21 años y embarazada de 8 meses tras ser violada, tuvo que ser atendida en el barco por Alba, una joven enfermera de Ibiza voluntaria del Open Arms. Elsa fue evacuada en alta mar de urgencias a un hospital de Malta debido a su frágil estado de salud. Elsa y su hijo —aún sin nacer— fueron destinados posteriormente a un centro de familia de la isla.

 

 

Los migrantes a bordo del Open Arms desembarcaron en el puerto de Crotone, Italia. Una vez los migrantes llegan a Europa, las autoridades del país los entrevistan para decidir si les otorgan el estatus de refugiado. Para ello, el inmigrante debe demostrar que su vida corre peligro en su país de origen, si no, son repatriados rápidamente a sus países de origen.

 

 

El puerto de Crotone, Italia, se ha convertido en un cementerio de pateras. La mayoría provienen de Libia, según la guardia portuaria italiana. Las embarcaciones que salen de la costa africana no están suficientemente preparadas ni llevan el carburante necesario para realizar el viaje marítimo de tres días. Durante el 2017, 2.832 personas murieron en el Mediterráneo Central de las 118.000 que llegaron a Italia, el 2.5%, según la OIM.

 

 

Video 360º de un rescate en el Mediterráneo

 

El 3 de noviembre de 2017 comenzaba un salvamento que se alargaría durante tres días. Cerca de la costa de Libia, voluntarios de Open Arms rescataban una embarcación con 312 migrantes a bordo.

312 rostros que se sumaban a los más de 170.000 migrantes que llegaron a Europa en 2017 por mar, el paso migratorio más mortífera del mundo. Este video ofrece una experiencia inmersiva de esta etapa final de una ruta de más de 7.000 kilómetros. Desde 2014, 18.426 personas han naufragado intentando llegar a Europa por el Mediterráneo Central. Y aún y sabiendo los peligros, cientos de miles lo intentan cada año.

La ONG de salvamento marítimo Open Arms ha estado trabajando en la zona desde 2015 con el propósito de salvar vidas y visibilizar las vulneraciones de derechos humanos en el Mediterráneo. En verano de 2018, Italia empezó a cerrar algunos de sus puertos y denegar el desembarque a los barcos de rescate. Desde entonces, la actividad de Open Arms se ha visto afectada a raíz de una decisión del Ministerio de Fomento español que mantuvo el buque varado durante meses en el puerto de Barcelona.