Viaje a Eritrea, la Corea del Norte de África

El tiempo parece haberse detenido en uno de los países más herméticos, pobres e injustos del mundo

Asmara es una mentirosa bellísima. La capital de Eritrea despereza su encanto temprano, con los primeros rayos del sol, y sus amplias avenidas con edificios antiguos de corte italiano se pueblan poco a poco de paseantes, carros tirados por burros y decenas de bicicletas, que subrayan con su zumbido la escasez de vehículos de motor. En la ciudad, bautizada como “la piccola Roma” en tiempos de la colonia, apenas hay coches y ni motocicletas. En la acera, un hombre limpia pausadamente el escaparate de su tienda de ropa, coronada por un cartel azul decadente, y de una pastelería cercana emana el aroma de capuccinos y croissants recién hechos. En el interior, una sala de techos altos y paredes de espejo, sólo quedan dos mesas libres. Los clientes, casi todos hombres, difuminan sus conversaciones entre el ruido de las tazas y el silbido de la máquina de café y, en una silla junto a la pared, Effren Shewua sorbe su té con tanta calma que parece que lleva en esa posición desde mediados del siglo pasado. A Effren, ingeniero de treinta y pocos casado con una italiana, le encanta su ciudad. Le gustan sus calles limpias y la historia de sus paredes de piedra. Luego recuerda todo lo demás y congela su sonrisa: él, como casi todos, también se querría marchar.

Para mí –dice– este es el país más bonito del mundo, pero es como vivir encerrado en una cárcel preciosa durante el resto de los días de tu vida.

La iglesia de Santa María en Asmara es uno de los principales lugares de culto para una población que, en su gran mayoría, es copta. Foto: Edu Ponces

Eritrea es un país de relojes detenidos. Bautizada habitualmente como la Corea del Norte de África, la nación bañada por el mar Rojo es uno de los regímenes más represivos y herméticos del planeta. El país vive aislado del mundo por voluntad de su Gobierno: sólo un 1% de los eritreos tiene conexión a internet, la televisión por satélite está vetada en las casas particulares y la penetración del móvil es la más baja de África, al mismo nivel que la República Centroafricana, un país devastado por una guerra cainita. El resto de las ventanas están cerradas: el Comité de Protección de Periodistas calificó a Eritrea como “el país con más censura del mundo” y denunció que no hay ni un solo medio independiente y ningún otro Estado de África mantiene a más periodistas encarcelados. Reporteros sin Fronteras la sitúa en el antepenúltimo lugar de su lista de Libertad de Prensa, sólo por delante de la dictadura coreana y Turkmenistán.

Sólo el 1% de los eritreos tienen internet, y no hay televisión por satélite

Desde su independencia de Etiopía en 1993, Eritrea ha estado dirigida por Isaias Afwerki, un dictador que ha impuesto un régimen de partido único muy militarizado. La guerra contra Etiopía ha durado más de 30 años y el último conflicto se cerró formalmente el año pasado.

La economía está en decadencia por una mezcla de sanciones internacionales, paranoia gubernamental –en el año el régimen expulsó a las oenegés y empresas con capital extranjero– y obsesión por una guerra desigual contra un vecino que multiplica por 19 su población de menos de seis millones de habitantes.

Pese a que Etiopía y Eritrea firmaron por sorpresa la paz en julio del 2018, el deshielo aún no ha cuajado, y la guerra dicta la vida de los eritreos.

La población está sometida a un férreo control de sus actividades cotidianas

Por eso, tras apurar su café, Effren dice que para entender Eritrea hay que visitar una cicatriz: el cementerio de tanques. A las afueras de la capital, en medio de un descampado junto a un barrio de casas ricas, se desparrama un muro de varios metros de altura formado por cientos de vehículos de guerra oxidados, apilados unos encima de otros. En el único acceso al recinto, apenas una apertura entre la montaña de chatarra, un guardia con una ametralladora al hombro controla los permisos –hay que pedir autorización de movimiento incluso para viajar a otra ciudad– y autoriza la visita. En el interior, sólo hay cadáveres de hierro, y la sensación de abandono es total. Apenas perturba la quietud un rebaño de ovejas, que pasta ajena a los esqueletos de camiones rusos, acorazados con ametralladoras y tanques de cañones huecos que se retuercen y forman una escultura tétrica dedicada al combate. El lugar no es sólo el recuerdo de las dos guerras entre Etiopía y Eritrea, que hicieron temblar el Cuerno de África, es también el punto de partida de un estado de absoluto control. La guerra justificó que se olvidara la Constitución, se destruyera el sistema judicial y se llamara a toda la población a entrar en la trinchera.

Después de movilizar a los eritreos para que defendieran la patria, el cierre en falso del conflicto —un estado de no paz, no guerra— dio la excusa al gobierno para perpetuar en el 2001 el servicio militar obligatorio e indefinido para todos los hombres y mujeres. El Gobierno decide cuándo finaliza la mili de cada ciudadano. Después de servir un año y medio en una base militar, los soldados se ponen en manos del Estado. Según su nivel de educación, las autoridades deciden dónde seguirán sirviendo al país. El sistema se ha convertido en una máquina de represión y castigo. La docilidad se premia con puestos amables de funcionario en Asmara, pero la desobediencia se castiga con un destino en el último rincón del país, alejado de la familia, para construir carreteras bajo el sol abrasador del mediodía. El sistema permite un seguimiento exhaustivo de cada individuo y su rutina diaria. El Estado vigila sus reuniones o supervisa cuántas veces visita a su familia, ya que estas actividades requieren una autorización oficial.

“Nos llaman funcionarios, pero no lo somos —escupe Effren—. Somos esclavos del engranaje del Estado. Somos prisioneros del Gobierno. Las condiciones de vida de los reclutas durante el servicio militar en el frente son terribles, pero luego estás atrapado, sin expectativas para tu vida”.

Aunque las cifras varían según el puesto que ocupan, el salario que reciben oscila entre los 30 y los 150 euros mensuales, una cantidad irrisoria. Para sostener al régimen, el Gobierno impone una represión total. Hay detenciones y torturas sistemáticas, y se extirpa de raíz cualquier pensamiento crítico.

Después de reprimir unas manifestaciones estudiantiles, el Gobierno, por ejemplo, cerró todas las universidades y las sustituyó por un sistema de colegios mayores con profesores de su cuerda.

El control de la disidencia es férreo. Un mal informe o un chivatazo pueden suponer que un recluta sufra un cambio de destino durante el servicio militar indefinido y sea enviado de un día para otro a construir letrinas en la árida frontera con Etiopía. Nadie se atreve a alzar la voz.

Obligatorio para hombres y mujeres; y sólo el régimen decide quién se licencia

La red de espías secretos, que alcanza todas las capas sociales, garantiza el silencio. Nadie se fía de nadie. Ni siquiera Amín y Omán, amigos desde niños. Ambos tienen 28 años y, mientras nos acompañan por la ciudad costera de Masaua, dibujan un panorama color de rosa cuando se les pregunta por su situación. Omán combina su empleo de funcionario en el Ministerio de Sanidad con el trabajo de chófer para poder llegar a fin de mes. Amín, por su parte, es empleado de Correos y realiza trabajos esporádicos como guía. Ambos sostienen que la vida en Eritrea no está tan mal y, después de la firma de la paz con Etiopía, confían en que las cosas irán mejor.

Aun así, una breve parada durante el trayecto para fotografiar un coche rojo destartalado frente a un valle descomunal dispara los susurros. Cuando Amín ve que su amigo se ha alejado lo suficiente, se confiesa en voz baja.

“En cuanto pueda –dice– me iré de este país. Tengo once amigos que ya se han ido. No hay futuro, no hay nada. Todos lo sabemos y por eso todo el mundo se quiere ir”.

Eritrea es un país que se desangra: en menos de una década, entre un 10% y un 12% de la población ha huido al exilio, según cifras de la Agencia de Refugiados de las Naciones Unidas. Cada mes 5.000 eritreos cruzan a pie la frontera, espantados por la ausencia de oportunidades y las detenciones masivas. No hay otra forma de salir. Desde hace casi una década, el régimen no entrega pasaportes a nadie menor de 55 años.

Para quienes logran marcharse, el miedo no termina al dejar atrás la frontera. Exiliada en Adís Abeba, capital de Etiopía, Yasmin accede a charlar en el restaurante de un hotel bajo la condición de cambiar todos sus datos personales y que guardemos la cámara. “Vivo con miedo porque he hablado para criticar al Gobierno y eso es peligroso. Echo de menos la libertad. Poder hablar sin miedo a que me secuestren”.

Profesora de escuela, además de militar a su pesar, pagó 2.500 dólares a un traficante para que la ayudara a pasar la frontera.

La paz con Etiopía no ha cambiado su vida. “Las autoridades secuestran a mucha gente –asegura–. A los activistas los llevan a prisiones secretas donde los torturan y maltratan. Tengo varios amigos desaparecidos”.

Yasmin no volverá a callarse. La Comunidad de Sant’Egidio, la Federación de Iglesias Evangélicas de Italia y la Mesa Valdense la han incluido en un programa que le permitirá ir a Roma y solicitar asilo. Cuando llegue, jura que no parará de luchar: “Quiero ser una defensora de los derechos humanos, denunciar lo que pasa en Eritrea y hablar por los que se quedaron atrás”.

Publicado en La Vanguardia.