La migración de Senegal a Europa ha marcado la vida de esposas, hijas y madres en las dos orillas. ¿Qué significa depender toda una vida de un marido ausente? ¿O verse obligada a migrar a un país desconocido? ¿O sentirse migrante en el país de origen y en el de destino? Solo ellas tienen la respuesta
Bintou empezó la relación con su marido por teléfono, se enamoró por whatsapp y se casó a distancia. La primera y única vez que la pareja se vio en persona fue en una reunión familiar en 2006. Tras ese breve encuentro él migró a Italia y Bintou siguió con su vida en Dakar. Nunca más se vieron, nunca más hablaron hasta 2012, el año en que murió la madre de Bintou. Ese día él llamó para darle el pésame como le correspondía por ser primo lejano de la fallecida. Pasaron los días y los dos jóvenes siguieron hablando por whatsapp, a escondidas de la familia. Él le empezó a decir “te quiero” y a Bintou se le fue ablandando el corazón. Poco a poco se enamoró de ese hombre al otro lado del teléfono, al que solo veía en fotos. Él era una voz entrecortada por la distancia.
Bintou empezó la relación con su marido por teléfono, se enamoró por whatsapp y se casó a distancia
Tras seis meses de cortejo, él llamó por teléfono al padre de Bintou y le pidió formalmente la mano de su hija. Organizaron la boda en la mezquita de enfrente de la casa familiar, en el barrio de Yeumbeul, a las afueras de Dakar. Bintou se vistió de blanco y organizó una fiesta a la que acudieron sus amigas, hermanos, primos, padres y suegros. Todo el mundo estaba allí menos el futuro marido, que nunca consiguió el dinero para viajar desde Italia. En la mezquita, Bintou formalizó su matrimonio con el hermano de su novio, que actuó como representante. Un año después, ella mantiene la esperanza de que él vuelva a Senegal. O mucho mejor, que la lleve con él a Italia. Bintou cree que va a ser fácil porque su marido no es como los otros migrantes. Él tiene papeles.
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“El día que mi hijo me dijo que se iba a España en patera, me pidió que rezara por él. Yo no pude evitar ponerme a llorar, sabía que irse así, de forma clandestina, era muy peligroso. Y mira que mi hijo vivía bien en Senegal. Tenía una tienda en Dakar con la que ganaba un buen sueldo y vivía con su esposa y sus dos hijos. Pero él quería construirme una casa para que no tuviera que pagar más el alquiler. Por eso se fue a España. A la semana, escuché por la radio que unas pateras habían naufragado en la costa senegalesa. Fue en 2006. Desde entonces, no he vuelto a recibir noticias suyas, ni un mensaje, ni una llamada. Por eso sé que está muerto. Si no, hubiera dado señales de vida, de eso estoy segura”.
Mareme Samb, cerca de 60 años, vive en Thiaroye-sur-mer, un pueblo pesquero a las afueras de Dakar. Desde que su hijo murió está enferma de hipertensión.
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Kadiatou recuerda con tristeza el día que supo que iba a migrar a España. “Fue un día fatídico”, dice. Tenía 16 años y debía abandonar su casa, su familia, la escuela y sus amigas para irse a un país extraño y casarse con un hombre al que apenas conocía. El matrimonio estaba arreglado desde el día de su nacimiento. “Yo no podía rechazarlo, sino, me enfrentaba a toda la familia”. Al llegar a España, Kadiatou se instaló en casa de su marido y sus suegros. Un año después, se quedó embarazada. Su marido le empezó a llamar gorda y dejó de querer salir de casa con ella. Kadiatou se pasaba las noches llorando.
Nació el niño y la convivencia se hizo todavía más insoportable. Su marido no la dejaba ir sola al trabajo y la llamaba cada cinco minutos. “Mi suegra tampoco me dejaba en paz. Parecía que estaba casada con mi marido, su madre y su padre. En esa casa, yo no tenía ni voz ni voto. Todo el trabajo lo hacía yo y aparte trabajaba fuera de casa. Para ellos la mujer del hijo es como la sirvienta”. Kadiatou aguantó esa situación durante ocho años. Ocho años de los que no quiere hablar. “Aguanté por mi hijo”, dice. Hasta que un día no pudo más y decidió agarrar al niño y volar a Senegal . Le contó a sus padres que se quería separar y no volver nunca a España, pero ellos se negaron y la obligaron a regresar con su marido. De nuevo en España, la convivencia fue aún peor. Un día discutieron y ella, fuera de sí, llamó a su familia para pedir auxilio, pero nadie le contestó. Kadiatou sintió que no tenía ninguna alternativa, ni en España ni en Senegal. “Las muertas no están casadas”, pensó. Entonces, tomó lejía.
Kadiatou recuerda con tristeza el día que tuvo que dejar su casa, su familia y sus amigas para migrar a España y casarse con un hombre al que apenas conocía
Despertó en un hospital. Una amiga y vecina suya había llamado a la ambulancia. De allí la derivaron a un centro de salud mental donde, por primera vez, explicó su caso. Kadiatou no estaba enferma. Era una víctima de violencia de género. El centro la puso en contacto con las trabajadoras sociales que le buscaron un piso y la ayudaron a salir de la casa de su marido. Un día cualquiera, Kadiatou cogió a su hijo de la mano, salió por la puerta y no volvió jamás.
Cuando su familia política se enteró de que se había marchado de casa, llamaron a sus padres para amenazarlos. La madre de Kadiatiou la llamó por teléfono desde Senegal y le insistió que volviera con su marido. Las amigas que tenía en España le dieron la espalda. Pero Kadiatou no se amedrentó y empezó los trámites del divorcio, aunque nunca se atrevió a poner una denuncia. “Para no complicar más las cosas”, dice. Eso hizo más difícil conseguir la tutela de su hijo, pero finalmente le concedieron la custodia a ella y derecho a visitas cada 15 días para el padre. Ahora Kadiatou está estudiando la ESO y buscando trabajo. Vive con otras seis mujeres que han padecido situaciones similares de violencia con las que se lleva bien. Cuenta que hasta ha aprendido a cocinar tortilla de patatas. “Aquí en España siento que puedo luchar para salir adelante, que puedo estudiar y querer ser mejor”.
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“Cada miércoles mi papá nos llamaba por teléfono y hablábamos con él. Siempre nos decía que nos llevaría a Francia y hablaba de cómo sería nuestra vida cuando viviéremos todos juntos. Lo que más echaba en falta era su presencia. En la escuela, todos mis amigos hablaban de su padre y yo nunca podía explicar nada. La última vez que vino, lo acompañé al aeropuerto y yo le dije que me llevara con él a Francia. Él me prometió que me llevaría a la próxima visita, pero nunca volvió, murió antes de cumplir su promesa”.
Awa Gueye, 21 años. Solo vio a su padre una vez, cuando tenía cuatro años.
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Hadiba vive en un piso de alquiler social en Santa Coloma de Gramenet con sus tres hijas. Hace unos meses se le terminó el contrato y ahora teme que le quiten el piso y vuelva a quedarse en la calle. No sería la primera vez. En 2007, Hadiba tuvo que entregar al banco el piso donde vivía, ahogada por la hipoteca. De un día para otro, le subieron el pago mensual cerca de 400€. Ella dice que la empresa que le dio el préstamo hipotecario, GMAC-RFC, le hizo un contrato fraudulento. “La letra pequeña que te mata”, puntualiza.
Hadiba se quedó sin nada, con tres hijas a cargo y un marido que había huido a Francia. “A mí no me gusta pedir nada, yo soy una persona muy independiente, pero a veces me faltaba hasta para pañales. Cada día veía mi vida más en un pozo”. Así que decidió unirse a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) y ocupar un piso en el Raval con sus tres hijas. “El día de la ocupación”, dice Hadiba con orgullo, “estaba la mismísima Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona”.
Hadiba vive en un piso de alquiler social pero hace unos meses se le terminó el contrato. Ahora teme que le quiten el piso y vuelva a quedarse en la calle
La PAH la ayudó a encontrar el piso de alquiler social en el que vive ahora, pero después de tres años de contrato, la pesadilla ha vuelto a empezar. BuildingCenter, una sociedad de CaixaBank dedicada a “la desinversión de la cartera de inmuebles” —según explican en su propia web—, le ha puesto una demanda de desahucio por impago. Ella alega que no recibió el nuevo contrato de alquiler social y por eso dejó de pagar.
Hadiba lleva años sin encontrar trabajo. Sufre ansiedad con episodios de migraña y ya no aguanta los ruidos de los bares y los restaurantes, donde antes solía trabajar. “No hay dos días seguidos que no los pase en la cama con dolor de cabeza. Cuando me tomo las pastillas no soy yo, duermo muchísimo. Mis hijas vienen a verme y me preguntan qué me pasa, por qué mamá está tan cansada”. Hadiba piensa que está pasando por una mala racha y que quizás su vida ya no esté aquí. Le preocupa el futuro de sus hijas. La grande está en primero de bachillerato y Hadiba teme que no pueda ir a la universidad. “Los niños de inmigrantes, aunque hayan nacido en España, aquí no tienen futuro”.
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“Para venir a España, tuve que vender todas las vacas que tenía para pagar el visado. Mi marido ya estaba aquí, en Girona, así que me fue relativamente fácil obtenerlo. En aquella época, en los 90, todo era más fácil. Dejé a mis dos hijas en Senegal, cada una con una abuela. Al irme pensé en mi familia y en mis hijas, en darles un futuro mejor. Lo que más me chocó cuando llegué fue ver que todos eran blancos y que no había ni árboles, ni vacas, ni burros, ni caballos en la calle. Mi padre me preguntaba si comía leche y yogur, porque en la etnia Fula, las vacas son una fuente de riqueza. Beber leche significa estar bien alimentado. Con el tiempo, intenté traer a mis dos hijas que se quedaron en Senegal, pero solo pude venir la menor. La otra era mayor de edad y nunca me aceptaron el visado. Se quedó sola en Senegal, sin familia”.
Maimouna Diao, 53 años, del pueblo de Velingara, en la región de Kolda. Migró a Girona, Cataluña, hace 39 años.
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Durante cuatro años, Fatou esperó pacientemente la llamada de su marido. Cuatro años sin hablar, sin saber donde estaba, qué hacía, si estaba muerto o vivo, enfermo o sano, si trabajaba o malvivía. Cuatro años de angustia. Cuatro años escuchando a su hija preguntar ¿Dónde está papá? Fatou se había casado seis años atrás con un senegalés que residía en Francia. Su abuelo, que era un gran marabú (hechicero), pensó que emparejar a su nieta con un emigrante era lo mejor que le podía ofrecer. “Cuando me casé estaba realmente contenta. Pensaba que mi abuelo había sido muy amable al casarme con alguien en el extranjero, alguien con mucho dinero. Yo pensaba que había tenido suerte, que había triunfado en la vida”.
En 1984, el futuro marido de Fatou viajó desde Francia a Senegal para visitar a su familia. Durante ese viaje, conoció a Fatou y a los pocos meses se casaron. Vivieron juntos durante un poco más de un año y tuvieron una hija. Cuando la pequeña cumplió 5 meses, el marido de Fatou, que se había quedado sin dinero, decidió volver a Francia para trabajar.
Cuando Fatou se casó con un senegalés que vivía en Francia, pensó que había triunfado en la vida. Pero con el tiempo se dio cuenta que vivir con un marido en el extranjero no era como ella había soñado
A partir de ese momento, Fatou tuvo que acostumbrarse al matrimonio a distancia. Desde Francia, su marido le mandaba dinero y regalos de comida exótica como café y Nutella. Incluso le envió una postal que emitía una dulce canción para niños en francés. Pero en el segundo año de vivir separados, la comunicación se cortó de repente. Dejaron de llegar las llamadas, el dinero y los regalos. Al principio, Fatou intentó ser paciente pero con los meses hasta la postal musical dejó de sonar. Pasaron cuatro años de silencio hasta que un día, Fatou volvió a recibir noticias suyas a través de un amigo del barrio. Su marido se excusó por teléfono: había estado enfermo, sin trabajo, y no le había dicho nada para no molestarla con sus problemas.
A partir de ese momento, las llamadas se hicieron más habituales y finalmente el marido de Fatou regresó a Senegal. Habían pasado siete años desde la última vez que la pareja se había visto. “Mi familia me felicitó por haber esperado tantos años. ¡Siete años!”, cuenta Fatou, orgullosa. “Yo podría haberme separado pero no lo hice para que mi hija pudiera volver a ver a su padre. Me dije que esperaría un máximo de diez años. Tenía la esperanza de que mi marido iba a volver y podríamos vivir juntos los tres, como una familia normal”. Pero el sueño de Fatou nunca terminó de cumplirse. Su marido pronto regresó a Francia. Los últimos años han transcurrido entre idas y venidas, visitas esporádicas y embarazos solitarios. Así dio a luz a tres hijas. Las más pequeñas nunca han aprendido a decir “papá”.
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“Para mí, el hecho de tener el marido fuera, en Alemania, no es ningún problema. Más bien, que mi marido no esté siempre conmigo me permite ser libre. Quizá es porque estoy todo el día ocupada. En el colegio, alumnos, padres o profesores me piden cosas constantemente porque soy la directora adjunta. Cuando vuelvo a casa, me toca prepararle la comida a mi hija y corregir los deberes de mis alumnos. Obviamente lo extraño, pero durante el día no tengo ni un minuto para pensar en él. Cuando él está aquí, tengo que hacer la comida, limpiar la casa, tengo que dar el máximo de mí. Pero cuando él no está, si quiero salir, salgo, si no quiero cocinar, preparo cualquier cosa y si no quiero ir al supermercado, pido comida. Vivo menos estresada, a mi aire”.
Hadi Diata, 42 años, de Ziguinchor (Casamance). Es profesora y directora adjunta en una escuela de primaria.
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Ami siempre se ha sentido diferente, tanto en España como en Senegal. Llegó a Salt, Girona, cuando tenía cuatro años y recuerda que en la escuela primaria los niños se reían de ella y no la dejaban jugar. Las burlas empeoraron en el instituto con la pérdida de la inocencia infantil. Los compañeros se metían con su físico: su color de piel, sus cabellos, su delgadez. Ami contestaba de forma impulsiva. “Siempre estaba de mal humor”.
Incluso ahora, tras años como modelo, Ami continúa poniéndose nerviosa cuando tiene que entrar en una tienda y siente como todas las miradas se clavan en su piel negra
Pero su vida cambió cuando se fue a vivir a Barcelona. Su hermana mayor le pasó su antiguo trabajo de promotora de la discoteca Jamboree y allí empezó a conocer a todo tipo de gente. Perdió el miedo a abrirse y socializarse. En ese ambiente, un amigo le pidió que hiciera de modelo para un trabajo de la universidad y a partir de ahí le empezaron a llover encargos. Cuando la cámara la enfoca, Ami posa de forma natural, casi instintiva, y se transforma en su yo poderoso. Pero incluso ahora, tras años como modelo, continúa poniéndose nerviosa cuando tiene que entrar en una tienda y siente como todas las miradas se clavan en su piel negra. “No hace falta verbalizarlo, hay acciones que pueden hacer más daño que un insulto”, dice. En Senegal, Ami también se siente diferente. Ha ido dos veces con sus hermanas y allí la reconocen por su forma de caminar, por como viste y por el blanco de sus ojos. “Hasta la familia te ve de otro lugar, de un país de blancos”.
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“Yo me imagino Europa como un sitio verdaderamente triste. Hace frío y no podría ir a la playa, sería una catástrofe. Allí no podría hacer nada fuera de ir del trabajo a la casa, no sabría con quien hablar. Será que en Europa todo el mundo está enfermo, porque la gente no te saluda ni te dice buen día. Aquí la gente siempre está en la calle y puedes hablar y reírte con cualquier persona, sin conocerla de nada. Obviamente en la tele los blancos son simpáticos, pero no sé, yo me lo imagino así.”
Natalie Mendy, 26 años, de Basseral (Guinea Bissau). Llegó a Dakar (Senegal) con seis meses, donde actualmente trabaja de canguro para familias adineradas.
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Bintou sigue convencida de que su marido la llevará a Italia y finalmente podrán vivir juntos. Cuando le entran dudas, piensa que si no, podría trabajar como estilista, su sueño desde que tiene 12 años. Kadiatou sigue viviendo con sus compañeras en el piso de acogida. Aunque empieza a necesitar su propio espacio, su futuro es mucho más esperanzador que el que tenía delante el día que se intentó suicidar. Hadiba sigue angustiada. Tarde o temprano el banco llamará a su puerta y teme que se quedará en la calle con sus hijas. Por eso está pensando en ir a vivir a otro país de Europa. Uno donde las niñas africanas sí puedan tener oportunidades. Después de años esperando a que su marido la llevara a Francia, ahora Fatou trabaja sensibilizando a las chicas más jóvenes de las consecuencias que no se explican de la migración. A Ami cada día le llegan más ofertas como modelo. La piel negra, el cuerpo delgado y el pelo rizado del que se burlaban sus compañeros de escuela ahora se exhiben en revistas de moda y cuentas cool de Instagram. A Ami le gusta su nueva vida, pero sabe que, como muchas mujeres marcadas por la migración, siempre se sentirá entre las dos orillas.
*Algunos de los nombres de las mujeres entrevistadas se han cambiado a petición suya para conservar su anonimato.
** Un proyecto elaborado por RUIDO Photo con la colaboración de Open Arms y Acció Solidària i Logística (ASL), organizaciones que cuentan con proyectos de sensibilización y desarrollo en Senegal.
*** Este reportaje se ha realizado con el apoyo financiero de la Unión Europea, el proyecto Frame, Voice, Report!, Lafede.cat, el Ayuntamiento de Barcelona y la Agència Catalana de Cooperació al Desenvolupament. Los contenidos de este reportaje son responsabilidad exclusiva de Open Arms, RUIDO Photo y los autores, Clara Roig y Pau Coll, y en ningún caso se puede considerar que reflejen la posición de la Unión Europa.