La guerra invisible de Karim

 

Aquí están los que han perdido. Los que van perdiendo.

Esto es Médenine, una localidad de Túnez situada a unos 100 kilómetros de Libia, del caos posgadafista, del país que la guerra y las milicias que controlan diferentes zonas han convertido en un campo abonado para las mafias. En este albergue de la Media Luna Roja descansan decenas de subsaharianos.

Sus historias difieren: unos salieron en barcaza desde Libia, se desviaron a la vecina Túnez y fueron devueltos a la costa. Otros se subieron a barcas que naufragaron, pero salvaron la vida. Hay algunos, incluso, que ante el cierre de la ruta libia probaron otra vía: llegaron en avión a Túnez con visado y después intentaron salir en bote hacia Europa. Sin fortuna.

 

Karim es de Mali y tiene 24 años. Desde los 14 años sabe que es homosexual. Huyó de su país cuando su familia lo descubrió con su pareja.

 

En el patio del albergue, Karim Orome —delgado, pelo estudiadamente despeinado— observa cada detalle con cautela. Él también está en el limbo, pero no ha huido de un conflicto, no ha sido encarcelado, no se ha subido a una patera. Cuando oye la expresión “derechos humanos” en una conversación, llama la atención del periodista. Tiene algo que contar, pero quiere hacerlo en privado.

Karim es de Mali y tiene 24 años. Sabe que es homosexual desde los 14 años, y lo mantuvo en secreto. Pero su familia lo descubrió con su pareja en casa en diciembre del año pasado.

—Me golpearon repetidamente —dice mientras sorbe un té con menta en un bar cercano al albergue.

Su propia familia le dio una fotografía con su rostro a una plataforma homófoba (Lucha contra la Homosexualidad en Mali, LCHM por sus siglas en francés), que la difundió por redes sociales.

—Gente que no conocía me pegaba. Por eso cogí un avión y me fui a Túnez. No quería hacerlo, pero tenía este problema…

Asegura que uno de sus amigos, también homosexual, huyó a Costa de Marfil y fue asesinado por ese grupo.

—No tengo a nadie. Estoy solo en la vida. No puedo volver a Mali. Tampoco estoy seguro en Túnez. No sé qué hacer con mi vida.

 

Karim pidió asilo a través de la Agencia de la ONU para los Refugiados en Túnez. Su solicitud fue rechazada porque no tenía pruebas.

 

Llegó a Túnez el 3 de febrero de este año. Su visado de tres meses expiró rápido. Pidió el asilo a través de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) en Túnez. Hizo cuatro entrevistas en seis meses, dice, pero la petición fue rechazada. Presentó un recurso y le hicieron otra entrevista.

—Me dijeron que tenía que mostrar pruebas. ¿Cómo les doy pruebas de mi problema? ¿Cómo? ¡No las he grabado! No he grabado las cosas que he sufrido.

Su petición fue rechazada de nuevo. Karim tiene la sensación de que su solicitud iba a ser aceptada, pero algo pasó. Preguntada por la situación del joven maliense, una fuente de Acnur en Túnez se limita a responder: “Acnur no discute ni divulga información acerca de casos individuales”.

 

Karim busca llegar a Europa para pedir asilo pero lleva meses atrapado en Túnez.

 

La palabra refugiado viene asociada desde el final de la Segunda Guerra Mundial y la creación de Acnur a la guerra. Sin embargo, la misma Convención de Ginebra hace referencia explícita a la persecución “por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas”. En pleno siglo XXI, el sistema de asilo es un fracaso global cuando hablamos de quienes huyen de la guerra, pero los casos individuales (por orientación sexual, violencia de género, etc.) en muchas ocasiones no están ni siquiera en el radar.

—La gente me pregunta: ‘¿Por qué llevas pendientes?’ —dice Karim—. ‘¿Por qué llevas el pelo así?’ Estoy en peligro.

Karim es muy discreto en el albergue: se relaciona con todos pero intenta pasar desapercibido. Para personas perseguidas de la comunidad LGBTI, no es fácil expresar su necesidad de protección por miedo a represalias. A Karim le obligaron exiliarse a causa de su orientación sexual. Esa es su guerra. Para quienes le rodean hoy en el albergue, para quienes le rodean cada día, una guerra invisible.

 

 

Túnez, el patio trasero de la migración a Europa

 

Mientras la ruta migratoria de Libia a Italia se cierra y disminuyen las llegadas por Marruecos y España, existe una alternativa alejada de la atención mundial. ¿Qué pasa con la migración desde Túnez?

 

Alejado de los focos, Túnez es un país lleno de metáforas para explicar la migración hacia Europa. Ante el descenso de las salidas de Libia, se llegó a especular con que Túnez se convirtiera en la nueva plataforma para llegar a Europa. Por distintos motivos no ha sucedido, pero sus costas cuentan otra historia de la migración: la de los atrapados, la de quienes lo intentaron pero se quedaron en el camino, la de los desaparecidos, la de los náufragos.

 

 

Un miembro de la Asociación de Pescadores de Zarzis muestra las aguas territoriales de la zona. La asociación tiene una larga tradición sindical, pero con el tiempo se ha visto implicada en otra lucha: la de defender los derechos de las personas refugiadas y migrantes. Cuando el barco xenófobo C-Star intentó atracar en Túnez en agosto de 2017, los pescadores tunecinos lo evitaron.

 

 

Este es un albergue para migrantes de la Media Luna Roja de Túnez en la ciudad de Médenine, cerca de la frontera con Libia. Aquí se oyen todo tipo de historias: subsaharianos que intentaron salir en barcaza desde Libia pero naufragaron y después la guardia costera los trajo a Túnez, otros que llegaron a tierras tunecinas para intentar salir desde allí pero no lo lograron… Aquí están acogidos durante unos días, pero la mayoría no sabe qué hará en los próximos días o semanas.

 

 

Eric Dably es un futbolista de 18 años de Costa de Marfil, donde llegó a jugar en primera división. Decidió ir a Túnez a probar suerte. Ahora habita este albergue para migrantes, donde su sueño continúa intacto: jugar algún día en un equipo europeo.

 

 

Cientos de subsaharianos en Túnez se hallan en una encrucijada. Muchos llevan meses o años viajando e incluso han intentado salir varias veces en barcaza desde Libia o Túnez. Entre ellos cunde el desánimo y algunos piensan en volver. En la imagen, dos de ellos pasan el rato en un albergue de la Media Luna Roja. Durante aquellos días les invadía el tedio y la incertidumbre: intentaban planear su futuro y uno de los pocos pasatiempos que tenían era ver partidos de fútbol del Mundial.

 

 

Chamseddine Marzoug, voluntario de la Media Luna Roja, enseña en su móvil imágenes y vídeos que los migrantes le han hecho llegar. Los recibe constantemente. Torturas en centros de detención, cadáveres de naufragios… Las imágenes, algunas de ellas muy duras, circulan entre los mismos migrantes que intentan llegar a Europa. Es común que las muestren cuando cuentan el calvario que han sufrido, especialmente los que han estado en Libia.

 

 

Esta es la tumba de Rose-Marie, una nigeriana de 28 años que salió junto a 126 personas en una barcaza desde Libia. La embarcación tuvo problemas de navegación y ella fue la única que murió. El resto fueron trasladados a Túnez. Se sabe su nombre porque sus compañeros la identificaron, pero no es algo común. En este cementerio, su tumba es la única que tiene nombre.

 

 

Marzoug es el encargado del cementerio de los desconocidos de la ciudad tunecina de Zarzis, donde está enterrada Rose-Marie. El voluntario entierra aquí los cadáveres que escupe el mar en las costas de Túnez después de los naufragios. Sin apoyo institucional, Marzoug acude al litoral y después les da sepelio porque, dice, los muertos deben ser enterrados dignamente. En un contexto en el que no se piensa ni siquiera en los vivos, Marzoug piensa en los que ya no están.

 

 

Cerca del cementerio de los desconocidos, en la costa, está lo que en la zona llaman el cementerio de barcos. Un lugar plagado de barcazas que fueron usadas para intentar llegar a Europa. Son pesqueros inundados, con la madera podrida a veces, varados en este espacio que recuerda lo que está pasando en el Mediterráneo. Las barcazas siguen actualmente allí, abandonadas.

 

 

Mohsen Lihidheb es el dueño de lo que él llama Museo de la Memoria del Mar, en Zarzis. Es una parte de su casa, que se ha convertido en un homenaje a los náufragos y a todo lo que escupe el mar. Hay paquetes de tabaco desollados por las aguas, caracolas, brújulas de las pateras, hélices de barco, botellas de vidrio… Y zapatillas y sandalias que él asegura que son de migrantes.

 

 

Estas son fotografías de carnet de tunecinos que intentaron llegar a Europa en barcaza y que desaparecieron. Sus familias deben asumir que están muertos, pero no tienen la confirmación y siguen buscándolos. Otro de los dramas no contados del Mediterráneo: el de las familias, que rara vez conocen la historia real de lo que pasó con sus seres queridos.

 

 

Farooq Belheeba es el portavoz de 25 familias tunecinas de desaparecidos en el mar Mediterráneo. Dice que tiene constancia de hasta 700 desaparecidos que salieron de las playas de Túnez. Las familias que representa buscan la verdad: él es quien lleva a cabo esta lucha en su nombre. Su implicación con la causa es también personal. “Todas las familias tienen derecho a ver el cadáver —dice—. No pueden pasar las fiestas como el resto de la gente. Yo sé que hubo un accidente con el barco de mi hijo, sé que murió… Pero mi mujer no lo acepta”.

 

 

Los muertos que me habitan

 

✩ Premio Ortega y Gasset 2019
a la ‘Mejor historia o investigación periodística’

 

Cuatrocientos sueños habitan el vientre de este antiguo vertedero. Cuatrocientos viajes, cuatrocientas rutas, cuatrocientos naufragios. Si tomamos altura —por ejemplo, desde la empalizada de basura y yerbajos que rodea el cementerio—, los bultos de tierra que señalan la ubicación de los cadáveres parecen olas que cabrillean, que se resisten a la quietud, que evocan la última escena, el último aliento.

La tierra está fresca, como si esta hondonada en medio de olivares hubiera sufrido la exhumación de cadáveres. ¿Para qué? Normalmente: para conocer a las víctimas de un fusilamiento, para buscar pistas que señalen a los verdugos de una masacre, para recuperar eso que llaman memoria histórica. Aquí no hay nada de eso, porque los naufragios en el Mediterráneo no son una guerra. Aquí no hay nada de eso, porque todo el mundo quiere olvidar, porque si los vivos no importan, ¿cómo van a importar los muertos? La tierra removida y el olor a muerte no son de exhumaciones, sino de enterramientos de náufragos que un abnegado voluntario de la Media Luna Roja lleva a cabo, sin recursos ni apoyo institucional, en la ciudad tunecina de Zarzis, a unos 80 kilómetros de Libia.

Pero ya no caben más sueños en este cementerio de apenas mil metros cuadrados.

—Ayer cavé los dos últimos nichos -dice Chamseddine Marzoug mientras hunde su mirada en los dos mordiscos que ha dejado la pala excavadora-. Necesitamos construir un cementerio nuevo.

Enfundado en un chaleco beis —el típico de un trabajador humanitario en África; en su caso raído, sin logo, siempre el mismo—, Chamseddine deambula por el cementerio. Es su creación, su símbolo, su espacio: no esconde el orgullo que le produce haber sepultado “dignamente” a náufragos cuyos familiares ya no buscan, a cadáveres que estaban destinados al fondo del mar o a fosas comunes, a sueños de una vida mejor que han sido escupidos en este patio trasero de la migración hacia Europa.

—Mira esta tumba —me dice—. Es la única que tiene nombre. Es de Rose-Marie, una nigeriana de 28 años. Sabemos su nombre, su edad y su historia porque salió junto a 126 personas en una barcaza desde Libia. Tuvieron problemas… todos sobrevivieron, menos ella. Dejó a un hijo atrás, en Nigeria. Se había separado y se fue con su nueva pareja para intentar llegar a Europa. Él está ahora en un albergue.

Piedras y algún ladrillo sostienen el bloque de cemento. En el centro, un hueco de tierra en el que una flor quiere ganar altura y belleza. En uno de los bordes, una flor artificial. Presidiendo el monolito, una discreta lápida de mármol: “Rose-Marie. Nigeria. 27-5-2017”.

 

Tumba de Rose-Marie, originaria de Nigeria, muerta el 27 de mayo de 2017.

 

Los demás no tienen nombre. Solo hay un montón de tierra coronado por un geranio, una rosa, una rama. En algún caso, un cartel con un número. “090617027”: la fecha en que se halló el cuerpo (9 de junio de 2017) y el número de cadáver encontrado ese año (27). Chamseddine me llama la atención sobre un pequeño promontorio pegado a otro más grande. Dos tumbas. Hay un coche de juguete sobre el bulto menor.

—Este niño tenía cinco años. Durante su vida no pudo jugar, por eso le he puesto un juguete en la tumba. Fue hallado junto a una mujer, e interpreté que era su madre. Por eso los enterré juntos, cabeza con cabeza.

Es probable que el niño no tuviera la oportunidad de entretenerse con juguetes, quién lo sabe. Pero el dato de la edad no es caprichoso: antes del entierro, llevan los cadáveres al hospital, y allí, a partir de los dientes o de otras partes del cuerpo, intentan al menos determinar la edad. Poco más se sabe de ellos.

—Solo sé que todas las personas que están aquí son subsaharianas.

—¿Y cómo puede haber tantos cadáveres, cuatrocientos, en este cementerio tan pequeño? —le pregunto.

—Hay algunas parcelas que son planas y en las que no se puede excavar. Y el cementerio tiene dos pisos.

El ladrido de los perros y el canto de los pájaros son los únicos sonidos alrededor.

—¡El cementerio tiene dos pisos! -repite Chamseddine-. Hay más muertos debajo. Pero tuve cuidado para que cada uno tuviera su espacio.

 

Aquí no hay ni exhumación de cadáveres ni memoria histórica porque los naufragios en el Mediterráneo no son una guerra.

 

Los cadáveres que llegaban a la costa tunecina se enterraban durante la década de 2000 en cementerios musulmanes. Se acabó el espacio para ellos y en 2006 las autoridades habilitaron este terreno, donde los cuerpos se tiraban en fosas comunes que rodean lo que hoy es el centro neurálgico del cementerio: Rose-Marie, el niño y su juguete, el cadáver con número. Fue en 2011, tras el estallido de la revolución en Túnez, cuando Chamseddine se encargó del cementerio y pidió al Estado dar sepultura a cada náufrago por separado.

—Hay que darles dignidad -y esa será la palabra que más repetirá durante los días que pasemos juntos.

—¿Por qué no hay lápidas para todos los muertos?

—Quiero hacer todas las tumbas como la de Rose-Marie, pero se necesita dinero. Calculo que son 3.000 euros. Y para abrir un nuevo cementerio, hemos recaudado ya casi 13.000 euros, pero nos faltan 11.000 más. No estará lejos de este. Quiero que estén cerca, para que esto no se olvide.

 

Chamsedine en el «cementerio de los desconocidos» que él mismo ha creado.

 

Chamseddine señala un estadio de fútbol que está aproximadamente a un kilómetro de distancia. Es el campo del Esperance Sportive de Zarzis, de la Ligue 1: una gran plaza de paredes blancas. Justo al lado, antes se erigía un albergue para migrantes; ahora solo queda ropa, basura, un somier oxidado. Es allí, sobre el extinto centro de acogida, como si fuera un palimpsesto, donde el voluntario quiere construir su nuevo cementerio.

—Todos estos años trabajando aquí y nadie te ayuda. ¡Nadie!

Chamseddine es obsesivo: habla constantemente sobre los muertos, critica a Europa, busca culpables, reflexiona sobre la especie humana. A veces le cuesta caminar, porque se lesionó el tobillo asistiendo a una migrante y le tuvieron que colocar un implante de titanio. Pero nada lo detiene: su energía es infinita. Hoy riega las flores de la tumba con una botella de agua. También unos pinos plantados alrededor del santuario que apenas levantan un palmo del suelo. Proyectos de pino que forman un círculo mágico destinado, algún día, a cambiar el paisaje del cementerio. Cuento 52 pinos, aunque él dice que hay más.

—Protegerán el cementerio del viento y le darán sombra. ¿No te gustaría que si a alguien de tu familia le pasara algo así lo trataran bien? Esta gente no tiene familia. Yo soy su familia. Los trabajadores humanitarios somos su familia.

Ha plantado también una buganvilla para que, con el tiempo, trepe por el letrero azul en seis idiomas (árabe, francés, inglés, italiano, alemán y español) que nombra este espacio. “Cementerio de los desconosidos (sic)”, dice la versión en castellano. Junto a la cepa del cartel: palas, azadas, un cubo para el cemento. Y un poco más allá: una instalación artística con boyas blancas y negras que simbolizan la convivencia interracial; botellas de agua halladas en la orilla, plantillas, zapatos, sandalias impregnadas de arena. Un pequeño memorial posmoderno que tiene continuidad en otros lugares de Zarzis, esta ciudad pesquera de 75.000 habitantes a la que llegan recuerdos de algunos de los naufragios olvidados del Mediterráneo, una de las crisis que están definiendo el siglo XXI.

La ciudad de Chamseddine.

 

Chamsedinne se pasea por el cementerio en el que ha enterrado más de 400 migrantes.

 

Un buque anfibio. Dos corbetas. Dos buques de patrulla con helicópteros. Fragatas. Dos drones. Aviones de reconocimiento aéreos. Más helicópteros. Ante los naufragios que se producían cerca de la isla de Lampedusa, el Gobierno italiano lanzó el 18 de octubre de 2013 la operación Mare Nostrum (“nuestro mar”: el Mediterráneo) con el objetivo declarado de “salvaguardar la vida humana en el mar” y luchar contra el tráfico de personas. Solo duró un año: Italia pidió apoyo económico a los países de la Unión Europea, pero no se lo brindaron. Desde finales de 2014, el dispositivo marítimo fue sustituido por sucesivas operaciones que tuvieron como principal objetivo la vigilancia y protección de fronteras, y no salvar vidas.

Fue uno de los capítulos de la historia que rebaten con más contundencia la teoría del “efecto llamada”: tras la suspensión de la operación Mare Nostrum, la migración no solo no paró, sino que hubo muchas más llegadas. Y mucha más muerte.

Porque el Mediterráneo podría ser una guerra. Sus números son de guerra.

En 2014, 3.283 personas desaparecieron intentando atravesar el Mediterráneo, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). En Afganistán, la primera gran guerra del siglo XXI —y que aún continúa—, murieron 3.699 civiles, de acuerdo con la misión de la ONU en el país.

En 2015, 3.793 personas murieron en el Mediterráneo. En Afganistán, 3.545.

En 2016, 5.143 personas murieron en el Mediterráneo. En Afganistán, 3.498.

En 2017, 3.139 personas murieron en el Mediterráneo. En Afganistán, 3.438.

Este año, pese al descenso drástico de llegadas, ya van 1.549 muertes en el mare nostrum.

A Europa no le ha hecho falta construir un muro, como prometió Donald Trump en Estados Unidos: solo dejar que la gente se ahogue en el Mediterráneo a bordo de botes hinchables, pesqueros o pateras. Es la frontera más peligrosa del mundo, y también una de las más tecnificadas: los buques anfibios y las corbetas y las fragatas y los aviones y los drones y los helicópteros y los radares siguen ahí, pero están desplegados para proteger las fronteras europeas, no para asistir a los desgraciados que intentan llegar a sus orillas.

 

En 2014, 3.283 personas desaparecieron intentando atravesar el Mediterráneo. Sus números son de guerra.

 

Quijotescos barcos de rescate fletados por oenegés —yates de lujo reconvertidos, buques de reabastecimiento— se lanzaron a rescatar a las miles, decenas de miles, centenares de miles de personas que habían quedado desamparadas. Algunas de las organizaciones humanitarias sufrieron una persecución judicial: se les acusó de tráfico de personas. Italia negoció un acuerdo para entrenar a los guardacostas libios —un eufemismo tras el que se esconden milicias, grupos armados, añicos del caos posgadafista— y evitar que salieran barcazas de sus costas. Surtió efecto, pero el golpe definitivo no llegó hasta la formación del nuevo Gobierno italiano, una coalición del Movimiento 5 Estrellas y de la xenófoba Liga Norte, cuyo líder, Matteo Salvini, asumió la cartera de Interior y prohibió que el buque Aquarius, con 630 rescatados a bordo, atracara en costas italianas. España acogió el barco.

“¡Victoria!”, escribió en Twitter Salvini. “¡Primer objetivo conseguido! #CerremosLosPuertos”.

Ya nada volvería a ser lo mismo en el Mediterráneo. Italia prohibió otros desembarcos. Cada rescate se convirtió en una negociación política. La guardia costera libia siguió haciendo devoluciones, en una violación del principio de non-refoulement (no devolución) consagrado en el derecho internacional. Y los caminos para llegar a Europa, que ya se estaban reconfigurando, aceleraron un cambio que ni siquiera las redes de traficantes saben adónde va.

***

—J’accuse l’Europe! -dice Chamseddine rimbombante, usando la fórmula de Émile Zola-. Yo acuso a Europa, al Parlamento Europeo, porque prometieron luchar contra la inmigración ilegal y hasta ahora no han hecho nada, solo promesas. Hay que poner el tema de la migración sobre la mesa y ver cómo tratarlo. No hay que cerrar las fronteras; en vez de proteger las fronteras, protejamos a la gente.

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Una barcaza abandonada en una zona del litoral tunecino conocida como cementerio de los barcos.

 

Ha sido un lustro de muerte y de rutas que dibujan las heridas más recientes de esta parte del mundo. En 2015, cuando un millón de personas llegó a Europa y países como Alemania abrieron sus puertas, la ruta más transitada era la que pasaba por Turquía, Grecia, los Balcanes y el norte de Europa. La mayoría de los huidos eran sirios, afganos e iraquíes: tres de las peores guerras del siglo XXI. Los esfuerzos diplomáticos por cerrar la ruta y el acuerdo entre la UE y Turquía en 2016 (con 6.000 millones de euros de por medio) hicieron que las llegadas descendieran. Si entonces era Grecia el país que más refugiados recibía y el que más sufría la indiferencia y la falta de solidaridad del resto de la UE, después le tocó el turno a Italia: Libia se convirtió en la nueva plataforma de salida de barcazas. Para llegar hasta ahí se dibujaban dos rutas: una desde el cuerno de África (Somalia, Etiopía, Eritrea) que pasa por Sudán hasta llegar a Libia; y otra desde África Occidental (Gambia, Senegal, Mali, Nigeria, Níger…), que atraviesa el desierto del Sáhara.

 

El plan europeo para cerrar fronteras, al menos a tenor de las cifras, está funcionando: de un millón en 2015 a 172.301 en 2017

 

La ruta más occidental es la de Marruecos-España. Este año, por primera vez en el último lustro, el número de llegadas a España (casi 30.000) es superior a Italia o Grecia. Aunque no son exactamente vasos comunicantes, sí hay un desplazamiento de los flujos migratorios hacia el oeste.

El plan europeo para cerrar fronteras, al menos a tenor de las cifras, está funcionando: de un millón en 2015 a 172.301 en 2017. El 6,4% de las personas que han cruzado el mar este año son tunecinas. Son la cuarta nacionalidad que más lo hace, solo por detrás de Siria, Irak y Guinea. Las salidas desde Túnez, desde la costa que aloja el cementerio de Chamseddine, han aumentado, pero aún están muy lejos de parecerse a las de Libia. Porque allí hay una estructura criminal que comercia con migrantes y refugiados y que permea a toda la sociedad, porque tras la caída del dictador Muamar el Gadafi se formaron hasta tres gobiernos en Libia. Y porque Túnez, una de las pocas buenas noticias de la Primavera Árabe, quiere mantener su relación privilegiada con la UE e intenta no permitir que salgan barcazas. Aunque no siempre lo consigue.

***

—Llegué a Libia hace dos años, trabajaba para una compañía telefónica como limpiador y luego vendedor -me contó Ismail, un ghanés que conocí en un barco de rescate de Médicos Sin Fronteras en 2015-. Quería quedarme, pero ya no podía más. Allí nos tratan como a esclavos. Hay armas por todos lados, cualquier persona te puede golpear si no eres libio. A mí me pasó varias veces. Me robaron, me amenazaron, me golpearon. A plena luz del día.

—Vimos cómo violaban a mujeres y cómo quemaban a una -me dijo Fatou, una marfileña que conocí en un barco de rescate de la oenegé Proactiva Open Arms en 2017-. Quiero trabajar en Italia. ¡Nunca, nunca volveremos!

Y tantas y tantas historias y palabras que se repiten: de somalíes informando de situaciones de esclavitud, de nigerianos denunciando extorsión y palizas, de africanos rescatados que cuando ven acercarse lanchas libias, las de los guardacostas, amenazan con tirarse al agua.

Mejor la muerte que Libia, dicen.

El mar no se lo traga todo: escupe fragmentos de la memoria del mar. Ropa, cadáveres y madera llegan a lugares insospechados como la playa de Zarzis, donde se respira un ambiente dominguero: niños alborotados, trajes de baño femeninos que no enseñan, burros engalanados, meriendas. Pero los objetos a la deriva emergen sobre todo unos kilómetros más al este, pasado el puerto, en unas aguas en las que los pescadores aún intentan faenar.

 

Algunos de los objetos relacionados con la migración atesorados en el Museo de la Memoria del Mar de Zarzis.

 

El golfo de Zarzis es un vertedero de la migración. Un espacio fantasmagórico de la posguerra, del abandono, del fin del camino. El recordatorio de que, alguna vez, pasó eso, lo que todos quieren olvidar: el naufragio. Aquí se hallan barcazas que durante los últimos años salieron de Libia y las corrientes de agua arrastraron junto a cadáveres, ropajes y botellas de plástico. Días, semanas, meses después, dibujando una cronología indescifrable. Si cada cuerpo inerte flotando en el agua hablara, si cada pesquero a la deriva fuera interrogado, se podría escribir una historia reciente de los naufragios en esta parte del mundo: una historia de las batallas que miles de almas tuvieron que lidiar en alta mar.

Navegamos una milla adentro del golfo de Zarzis con Chamseddine y un pescador —él mismo, antes de activista, era pescador.

—A esto lo llamamos el cementerio de barcos -dice Chamseddine-. Los migrantes salen de Libia en estos barcos, son rescatados o a veces naufragan, y después llegan hasta aquí.

Nos abarloamos a un pesquero de unos quince metros de eslora. Aquí se pueden llegar a hacinar 400 personas, las que caben en el cementerio de Chamseddine. Pintura azul y verde turquesa desprendida, clavos oxidados, barandas desnudas: un resto arqueológico. Está volcado hacia la popa. La bodega -donde se suelen amontonar los que pagan menos, los desgraciados entre los desgraciados, los que no solo pueden morir ahogados sino también asfixiados por el calor o sufrir quemaduras a causa del gasoil- está inundada. Hay redes en una esquina: los pescadores han reciclado la embarcación, la usan como plataforma para faenar.

(Cuál es la historia de este barco. Qué año pasó. Hubo un rescate o un naufragio. Qué secretos guardan los mensajes que emergen aquí, meses después, como esa chaqueta empapada).

Pese a la distancia respecto a la costa, el agua no cubre y el fondo marítimo se mezcla con las decenas de barcazas que pueblan la zona: pesqueros varados, penetrados por rocas, pasto de la vegetación marítima.

El compost de la migración.

—Vengo a menudo para ver qué hay. Para ver si hay cadáveres.

Hoy solo hay barcos.

***

Los náufragos que entierran Chamseddine son, obviamente, una parte ínfima de los muertos en el Mediterráneo. A veces los pescadores los avistan y avisan a protección civil. En 2017, llegaron a esta parte del litoral 80 cadáveres. Este año, hasta finales de junio, “una docena”, según Chamseddine.

La mayoría de los que mueren en el Mediterráneo jamás volverán a ser vistos.

***

Es un colectivo que conoce como nadie los movimientos migratorios, un colectivo al que todo esto le ha tocado de carambola, pero que es imprescindible para contar el drama del Mediterráneo. Los pescadores son aquí la metáfora de la vieja clase obrera, ahora trascendida por otro activismo. En agosto de 2017, coparon titulares porque enarbolaron pancartas contra el racismo y negaron la entrada a puerto del buque C-Star, fletado por el grupo xenófobo Defend Europe, que intentó durante algunas semanas entorpecer la labor de los barcos de rescate y exigirles que detuvieran el “tráfico ilegal de personas”.

 

«El problema es el reparto de las zonas de pesca. No queremos ir a Francia; queremos vivir mejor», dice Sallahedinne, pescador en Zarzis.

 

Un piso discreto, de ambiente blanquiazul, aloja a la Asociación de Pescadores de Zarzis en medio de la ciudad. Fue fundada en 2011 para apoyar a los pequeños pescadores —seguridad social, acceso a la salud—, pero su primer objetivo, al menos según reza un cartel colgado en la pared, es la lucha contra “la inmigración ilegal”. Aunque los subsaharianos en esta ruta son mayoría, el número de tunecinos que intenta cruzar el Mediterráneo ha crecido en los últimos años, y en esta asociación hacen talleres para convencer a los pescadores de que no se vayan.

M’charek Sallahedinne, uno de sus miembros, señala una fotografía de pescadores colgada en pared:

—Este se fue a Europa. Este también. Y este…

Le preocupa que los pescadores se marchen. Que su gente se marche. Recuerda que en una ocasión varios pescadores salieron en una pequeña embarcación hacia Sicilia, pero se desató una tormenta y él mismo tuvo que ir a rescatarlos.

—Muchas veces no pueden llegar, no llevan comida, hace mal tiempo… Intento convencer a la gente de que no lo haga.

—¿Por qué lo hacen?

—Lo que pasa aquí con la pesca es culpa de la UE. En 2006 el kilo de atún rojo lo vendíamos a 30 dinares (10 euros). Ahora, a 8 (2,6 euros). ¿A cuánto lo compras tú en el mercado, en tu país?

—Puede llegar a 20 euros el kilo.

Sallahedinne se lleva las manos a la cabeza.

—Mero, dorada, gambas, atún… ¡Esta es la zona de pesca más bella del mundo! La UE debe asumir su responsabilidad. El problema es el reparto de las zonas de pesca. Si esto sigue así, Túnez se convertirá en una nueva ruta hacia Europa. No queremos ir a Francia; queremos vivir mejor.

—¿Y usted ha pensado en largarse?

—Yo no puedo trabajar en otro sitio que no sea el mar. Soy pescador.

***

—Soy pescador —dice también Chamseddine, siempre orgulloso—. Amo la mar, pero ahora no puedo faenar. Tuve que vender mis dos barcos porque mi padre estaba gravemente enfermo, tenía un tumor. No había hospitales, fue maltratado… Murió en 2002. Con mi padre encontré tres cadáveres de migrantes en la costa. Sentí que esa gente, la que habíamos visto flotando sobre el mar, no tenía familia. Me enteré de que en Libia no los enterraban correctamente. Aquí tampoco… Ya tenía un nuevo objetivo.

***

El autor de la instalación artística con boyas y botellas en el cementerio es amigo —como casi todo el mundo en Zarzis, donde hasta los taxistas saben dónde está su casa— de Chamseddine. Se llama Mohsen Lihidheb: sombrero de paja, camisa de cuadros azules y blancos, pantalones de pana oscuros pese al sofocante calor, sandalias, un aire de dandi campesino. Su casa, a unos pocos kilómetros del cementerio, es un homenaje a los náufragos y a todo lo que escupe el mar. Su hogar es un museo: él lo llama “Museo de la Memoria del Mar”. En una sala tiene expuestos paquetes de tabaco desollados por las aguas, caracolas, brújulas de las pateras, botellas de vidrio con mensajes, y zapatillas, zapatillas, zapatillas.

—Empecé en 1993. Tenía 40 años. Empecé a recoger cosas del mar. Encontré zapatos de migrantes, sandalias. Desde entonces he hecho instalaciones para protestar contra lo que está sucediendo.

Muestra una foto de 2001: por aquel entonces, en la casa-museo había también una cabaña hecha con madera recogida del mar: Mohsen dice que quería imitar a Robinson Crusoe. Se define como un “antihéroe” y alardea de haber recolectado 26.820 objetos de la playa de Zarzis: un diploma del Libro Guinness colgado en la pared lo certifica.

—Para mí la migración es otro tema de la ecología: una tendencia.

La montaña de recuerdos que acumuló fue a parar a una sala mucho más grande que tuvo que cerrar. Ahora se conforma con la casa-museo, en la que guarda y expone una pequeña selección de todos esos objetos: el resto se perdió para siempre.

—No venía nadie: solo intelectuales y periodistas.

 

Mohsen Lihidheb, propietario del bautizado como Museo de la Memoria del Mar de Zarzis.

 

Entre su bisutería marítima, que haría las delicias de cualquier museo contemporáneo europeo, hay mensajes en botellas que, aunque no están relacionados con la migración, contienen historia viva: declaraciones de amor que nunca llegarán a su destino, señales de socorro en alta mar desesperadas, promesas de suicidio.

En una de las repisas de la sala cuelgan de los cordones zapatos embrutecidos.

—Cada vez que vengo, muevo las zapatillas para rendirles tributo -dice mientras las golpea consecutivamente, como si fuera un monje tibetano.

—¿Y cómo sabe que son de migrantes o refugiados?

—Las encontré junto a ropa. La gran mayoría es de migrantes. Es imposible saberlo, claro está. Pero aquí todo es un símbolo, todo es un mensaje.

Afuera, en el jardín de la casa-museo, hay un círculo de objetos, una instalación parecida a la del cementerio, pero a gran escala. Le pido que me dé su exégesis artística. Me la da. En el centro hay una boya roja, “brillante”, que es Occidente, el objeto de deseo, el núcleo que te dice, según él: “Consume mis productos, pero no vengas”. Hay cascos de obrero: la mano de obra que trabaja para Occidente. Hay boyas que dibujan una especie de frontera, y cuyo simbolismo es literal. Hay chalecos salvavidas: de nuevo un símbolo obvio. Y en los arrabales de la galaxia, un remolino de sandalias: la gente que quiere llegar al astro nuclear. Un cartel contra las muertes en el Mediterráneo preside la instalación: “Basta harraga”. Harraga, en árabe, es “el que arde”, el que quema las fronteras: la palabra con la que se conoce en Túnez a los que se juegan la vida en el mar para intentar llegar a Europa. El rótulo se lee, según entiendo a partir de mi conversación con él, no como una crítica a los que deciden marcharse, sino como un grito: que la crisis del Mediterráneo se detenga.

***

—Cuando un pescador o alguien en la playa encuentra un cadáver, avisan a la guardia costera -dice Chamseddine, y hay pocas cosas que haga con más pasión que explicar su trabajo, su puesta en acción-. Entonces me llaman a mí para que prepare el coche y el material. El material que yo tengo: son mis recursos. Lavo el cuerpo en la playa y entonces llevamos el cadáver al hospital junto a la guardia costera. Allí muestro el cadáver… Los médicos, aquí, en el mundo entero, no están acostumbrados a ver un cadáver al que a veces le falta la cabeza. No es una persona que haya tenido un accidente hace cinco minutos. Si tiene cabeza, le miran los dientes, quizá averiguan la edad, el sexo, si es negro o no… Entonces, cuando las autoridades dan luz verde, llevo el cadáver al cementerio. Normalmente, busco lo que hay alrededor para… Tac, tac, tac.

Pronuncia estas onomatopeyas para hacer entender que prepara la tumba con lo que puede.

—Los cadáveres pesan mucho -se queja-. Lo hago yo solo, con ayuda de mi primo o a veces de otros. Los restos mortales van embolsados, con un número. Es la fecha y el número del cadáver.

***

Estamos en Médenine, a 60 kilómetros de Zarzis. Aquí hay un albergue gestionado por la Media Luna Roja al que van a parar los que no pudieron: los que zarparon de Libia, se desviaron hacia Túnez por el temporal y fueron interceptados por la guardia costera. También: los que naufragaron pero se salvaron. E incluso: los que vinieron a Túnez en avión y con visado y luego intentaron salir de aquí en patera, pero tampoco lo consiguieron.

Rey de la pista en el patio del albergue. Tres contra tres: el equipo que marque se queda, y que pase el siguiente. Las porterías son mínimas estructuras metálicas, y no falta el que se apoya sobre ellas para impedir en todo momento el gol y anular el espectáculo. Desde el edificio que se alza en el lateral del patio —sábanas tendidas, estampa de fútbol de barrio—, algunos migrantes se asoman desde el segundo, tercer piso, para animar a los jugadores y para arbitrar.

—¡Eso no es falta!

El fornido Eric Dably golpea la pelota con furia, se lo toma en serio, porque es futbolista de verdad. Nació el 10 de enero de 1999. Se formó en la cantera del F.C. San-Pédro de Costa de Marfil: jugó un año en segunda división en otro club y otro año en primera, en su San-Pédro. Su registro anotador: cuatro goles el primer año, ocho el segundo.

 

Un migrante subsahariano juega a futbol en el albergue de la Media Luna Roja de Médenine.

 

—Un amigo me dijo que viniera a probar a Túnez. Cuando llegué, le di casi mil euros y desapareció con ellos -Eric se vio solo entonces en Túnez y quiso abandonar África-. Me encontré a un tunecino que me dijo que podía ir a Europa. Le pagué otros mil euros. Fui a Sfax, en la costa, para salir en barco. Cuando íbamos a salir, la policía vino, nos detuvo y nos trajo aquí… Éramos cuatro o cinco subsaharianos, y el resto eran tunecinos.

Eso fue hace ocho meses. Ahora no sabe qué hacer.

 

Baks siguió la ruta trazada por los traficantes desde su natal Gambia hasta Libia.

 

Baks, de veinte años, tiene menos aptitudes futbolísticas, pero le echa mucha garra. Si Eric es el caso de un joven engañado que fue directamente a Túnez porque podía hacerlo con visado, Baks siguió la ruta trazada por los traficantes desde su natal Gambia hasta Libia, y ahora está fuera del tablero, en el limbo, en la desesperación.

Baks siguió la ruta trazada por los traficantes desde su natal Gambia hasta Libia, y ahora está fuera del tablero, en el limbo, en la desesperación.

—Fui a Libia e hice todo lo que pude para llegar a Italia. Todo. La policía me detuvo cuatro veces en Libia entre 2014 y 2018. He perdido mucho dinero: 5.000 euros. Por eso quiero volver a casa. Volver a Gambia. Lo decidí la última vez que me detuvieron.

—¿Te golpeaban en la cárcel?

—Si mi mente viaja atrás en el tiempo, pierdo los estribos. Te lo quitan todo, te desnudan, y cuando la ONU visita el centro de detención, entonces nos dan ropa, disimulan, hacen ver que nos tratan bien. La vida es dolor allí. Me enviaban a prisión y les pagaba para salir. Cinco veces intenté zarpar hacia Europa; todas fracasé.

En una de ellas, la guardia costera libia los detuvo. Iban 120 personas en una barcaza. Los libios les pidieron que saltaran al agua y nadaran hasta sus lanchas. Dieciséis personas perdieron la vida.

—¿Cómo es Gambia ahora? -le pregunta al fotógrafo que me acompaña, Edu Ponces, que hizo una cobertura hace unas semanas en África Occidental. Pregunta con los ojos iluminados, los mismos ojos con los que tantos migrantes preguntan sobre Europa.

 

Chamseddine, en contacto permanente con los subsaharianos, recibe a menudo vídeos de torturas y violaciones de los derechos humanos en Libia.

 

Hace tanto tiempo que Baks salió, que ya no sabe cómo es Gambia.

En 2017, el presidente gambiano, Yahya Jammeh, se vio forzado a dimitir tras intentar ignorar unas elecciones de las que salió derrotado.

Su caída puso fin a 22 años de dictadura.

***

¿Quiénes son refugiados, quiénes migrantes? ¿Merecen más unas personas que otras? ¿Es justo el verbo “merecer”? A cierre de 2017, había 68,5 millones de personas fuera de sus hogares a causa de la violencia, según el informe anual de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur). La mayoría de ellas, 40 millones, son desplazados internos: gente que huye de la guerra pero que ni siquiera ha salido de su país. No computan, aunque escapen de la violencia entre las pandillas y las fuerzas de seguridad, las miles de personas que huyen desde Centroamérica, atraviesan México e intentan llegar a Estados Unidos. Las llamamos “migrantes”. Los que sí huyen de guerras declaradas y solicitan el asilo, a menudo no lo reciben; el asilo es minoritario. ¿“Refugiado” es una palabra de consumo occidental? ¿Son refugiados los migrantes subsaharianos que se establecieron en Libia y huyeron del país cuando se desencadenó la guerra? Con la Convención de Ginebra en mano, sí, pero en las solicitudes de asilo que tramita Acnur —o los países implicados— pesa sobre todo el país de origen, que debe estar en guerra, se diría que en una guerra mediática: algunos países europeos, como Alemania, llegaron a deportar a afganos bajo el pretexto de que el país ya era seguro, aunque experimenta niveles de violencia mayores a los de una década atrás.

 

En el cementerio de los desconocidos no se sabe quién escapó de una guerra, quién fue perseguido por su orientación sexual, quién buscó una vida mejor. O quién hizo todas las cosas a la vez.

 

En esta costa de fantasmas, en las rutas que se dibujan en África, en los caminos que atraviesan México, las etiquetas “refugiado” y “migrante” cada vez tienen menos sentido: la realidad política y social del mundo contemporáneo es demasiado compleja como para separar por grupos. Hay pocas categorías puras entre los que migran. El discurso global está construido sobre la base de que quienes huyen de la guerra tienen más derechos de movilidad -aunque pocos- que quienes huyen del hambre.

En el cementerio de los desconocidos no se sabe quién escapó de una guerra, quién fue perseguido por su orientación sexual, quién buscó una vida mejor. O quién hizo todas las cosas a la vez.

***

—Soy un ciudadano, un voluntario y un militante contra el racismo -dice Chamseddine, y aunque son grandes palabras, un mitin vibrante dirigido a un público imaginario, en su boca suenan entrañables y tranquilas-. Con los vivos y sobre todo con los muertos, que son los que entierro. A mis 56 años tengo problemas de salud, pero sigo siendo un militante que los entierra con dignidad, porque se merecen ser respetados, porque la vida ha rechazado a esa gente y es necesario que nosotros les demos sepultura.

***

Costa de mentes exhaustas. Costa de sueños desvanecidos. Costa de mil rutas, mil derrotas, mil caminos truncados. Farooq Belheeba, portavoz de 25 familias tunecinas de desaparecidos en el Mediterráneo, está de mal humor. Bigote, sudor, lamentos. Ha comprobado que sus palabras no trascienden, que hablar con la prensa no sirve para que la situación cambie. Por eso me da largas durante varios días, hasta que al final consigo hablar con él.

Estamos en el salón de su casa, cerca de la playa de Zarzis. Lo primero que hace es tirar sobre el suelo fotografías de carnet de los desaparecidos. Y empieza a hacer un repaso de la geografía tunecina, de los topónimos más cercanos a la frontera libia.

—Este es de Djerba. Médenine. Zarzis, Zarzis, Zarzis. Djerba. Zarzis. Son todos desaparecidos desde 2011. Yo mismo perdí a mi hijo, Abdalá. Su barcaza tuvo un accidente con un buque militar tunecino. Iban 120 personas. Se salvaron 97. Hallaron cinco cadáveres y los 18 restantes, hasta hoy, no sabemos dónde están. Mira la fragata, mira.

 

Fotografías de carné de desaparecidos en el Mediterráneo.

 

Me muestra una fotografía. Lo llaman por teléfono. Contesta de mal humor, habla durante unos minutos en árabe, cuelga.

—Queremos saber la verdad. Los responsables deben responder ante la ley. No lo perdonaré nunca, es imposible hacerlo.

Farooq tiene noticia de hasta 700 desaparecidos que salieron de las playas de Túnez. La noticia de un naufragio, por mucho que se ajuste a los datos que tenía la familia sobre la hora y el lugar de partida, no es la confirmación de la muerte. Algunos migrantes no contactan con su familia una vez llegan a Europa: Farooq dice que algunos padres que daban a sus hijos por perdidos han ido incluso a Italia y los han encontrado vivos. Son casos extraordinarios: a medida que pasan las semanas y los meses, los familiares saben que hay menos esperanzas de que sigan con vida.

—Todas las familias tienen derecho a ver el cadáver. No pueden pasar las fiestas como el resto de la gente. Yo sé que hubo un accidente con el barco de mi hijo, sé que murió… Pero mi mujer no lo acepta.

Vuelve a sonar el móvil. Farooq está cansado.

—Los europeos, con su pasaporte, pueden ir a todos lados. Nosotros no tenemos derechos. Aquí ni siquiera se identifican los cadáveres que se encuentran. Nunca. Necesitamos que nos ayuden.

La Berlingo blanca está aparcada junto al porche. Reluce en medio de la noche. Chamseddine la usó por última vez hace dos semanas.

—La tengo bien cerrada, los niños andan por aquí, y si el maletero se abre… Huele a muerto.

Es la casa de Chamseddine. Todo el mundo en la ciudad sabe dónde está la casa de Chamseddine. Un centro magnético, una improvisada base de operaciones humanitarias, un homenaje a la austeridad. Es mi última noche en Zarzis y esta es la enésima entrevista con él. Chamseddine antaño pescador, antaño taxista, antaño electricista; hoy voluntario de la Media Luna Roja, activista, enterrador de muertos. Hemos estado juntos en el cementerio de los desconocidos, en el cementerio de los barcos, en la asociación de pescadores, en el “Museo de la Memoria del Mar”, incluso en los cafés tunecinos viendo partidos de la Copa del Mundo, y siempre ha conservado su chaleco beis, siempre ha pronunciado la palabra “dignidad”, siempre ha recordado a los muertos.

Siempre guerrero, risueño, atormentado.

Chamseddine no habla: declama. Y ahora es su momento para decirlo todo. Para sentirse salvador, soñador, posible premio Nobel de la Paz.

—Vivo para los muertos. Hay organizaciones humanitarias que se preocupan por los vivos, pero no por los muertos. Si ayudas a los vivos, recibes donaciones, pero los muertos están muertos. ¿Quién va a dar dinero para los muertos? Si el mundo civilizado cree que existe la humanidad y dice que hay que ayudar a todos, ¡ayudemos a los muertos! Al menos, enterrémoslos con dignidad. ¿Vosotros no enterráis con dignidad a vuestros muertos?

—Sí.

—El cementerio es una declaración política para todo el mundo, no solo para Túnez. ¿Dónde está la igualdad? Entre México y Estados Unidos, entre España y Marruecos, en el desierto del Sáhara… hay gente que muere. ¿Por qué? ¿Por qué diferenciamos entre unos y otros? Somos la misma basura.

Doy un sorbo a mi té con menta. Sentado en el porche, echo una mirada a la Berlingo. Me llevo a la boca las avellanas que hay sobre la mesa, como si estuviera viendo una película: el discurso de Chamseddine.

—De formación soy electricista. Soy pescador, soy padre de familia. Pero nadie me ha formado para tratar los cadáveres. La práctica solo se puede hacer sobre el terreno. Hay otro amor por los muertos. El amor que sientes al ver un cadáver es un amor diferente. No hay nada que puedas hacer, pero yo tengo la valentía de lavarlos y enterrarlos. Me gusta trabajar sin guantes. Han pasado más de diez años y no tengo ninguna enfermedad.

En la casa viven ocho personas, entre ellas su actual mujer; antes, tuvo un divorcio. Una de sus nietas revolotea por el porche. Vuelve al interior: se nota que está acostumbrada a que su abuelo hable con periodistas.

—¿Por qué las tumbas no tienen al menos el número de cadáver? Hay alguna que sí lo tiene —pregunto.

 

El cementerio de los desconocidos.

 

—¿Y cómo las financio? —Chamseddine se indigna—. El número está allí, bajo tierra, en la mortaja. No puedo hacerlo todo. Hacen falta muchas cosas aún… Sueño con todo esto, hace años que sueño con muertos. Pero no tengo problemas psicológicos. ¿Por qué? Porque mi objetivo es la humanidad.

Chamseddine mira la luna. Dice que es de todos y que siempre está ahí. Me giro para comprobarlo. Esta noche se hace más presente que nunca: hay luna llena. Me pregunta cómo se dice en español.

—Luna llena. Lu-na lle-na.

—No podemos olvidarnos de las cosas antiguas. No podemos olvidarnos de la tradición, de lo antiguo. No podemos olvidarnos del cementerio de los desconocidos. Hay 400 personas enterradas.

 

 

Traficantes en la arena

 

En el patio interior de la casa, al final de una escalera de adobe, hay un palomar. Está abierto y las aves entran y salen indiferentes a su libertad. En el suelo de la jaula, entre plumas y excrementos, hay dos huevos blancos y un par de aves acurrucadas en un rincón. A Adoum le gustan las palomas.

—Son bonitas, ¿verdad?, pregunta con modos de buen cicerón.

—Sí, ¿Son palomas mensajeras?

—No, las degollamos y nos las comemos.

Adoum no es un tipo con excesivos miramientos. En el año 2002, vio la ola de migrantes que llegaba a Agadez (Níger) rumbo a Europa y sacó la calculadora. Aunque no tenía medios —“entonces no tenía ni una bici”— abandonó su empleo de mecánico y abrazó el tráfico de migrantes por el desierto. Cumple el requisito fundamental del buen traficante: dice que no lo es. “Sólo soy un pasador de personas. La gente viaja por el desierto desde siempre”. Adoum se cubre la cara con un turbante y pide cambiar su nombre para detallar su actividad. Cuando a partir del año 2011 la caída de Muamar el Gadafi abrió la ruta de Libia de par en par, Adoum ya tenía tres todoterreno que recorrían el desierto atiborrados de migrantes, una flota de captadores (intermediarios que buscan a clientes-migrantes) y chóferes que se turnaban sin parar. De beneficio final, tras pagar sueldos, restar gasolina y mordidas a la policía, Adoum ganaba más de 3.000€ a la semana, unos 12.200 € al mes.

 

Las nuevas restricciones a la migración fruto de la presión de la UE han tenido un enorme impacto en las economías del norte de Níger.

 

Su casa de dos pisos, además de un restaurante, dan fe del filón. Cuantos más migrantes pasaban por Agadez, más subían los precios: si en el 2002 el viaje en camión de Níger a Libia costaba 100€, en los tiempos de mayor afluencia —en el 2016, pasaron por la ciudad 334.000 migrantes— el pasaje en 4×4 costaba 250 € por persona. En cada vehículo, Adoum colocaba entre 25 y 30 pasajeros, aunque otros traficantes subían hasta 40 tipos en la parte trasera de la ranchera. Adoum afea la avaricia de sus colegas, pero tampoco es que se considere un Nobel de la Paz. “Esto lo hago por dinero, no por ayudar. Si no, llevaría al tipo desesperado a quien le faltan unas monedas. Y no lo hago”.

Adoum habla con frialdad de su oficio, pero resopla cuando se le menciona a la Unión Europea: “Durante años los migrantes sólo iban a trabajar a Libia y no pasaba nada. Ahora que llegan a Europa, dicen que soy un criminal”.

 

Adoum transporta a migrantes de Agadez a Libia, actividad que ahora es ilegal en Níger.

 

La implementación del Gobierno de Níger, a finales del 2016, de la Ley contra el tráfico ilegal de migrantes, impulsada por la UE y conocida como la Ley 036, ha mutado el negocio. Si antes decenas de coches cargados con migrantes salían a plena luz del día hacia Libia, ahora la discreción es obligada. Oficialmente, Adoum dejó el oficio cuando la policía le confiscó un todoterreno y metió a un chófer en la cárcel (cinco años de condena), pero si se tercia, aprovecha y se cobra el riesgo: 553€ por cabeza para cruzar a Libia; se sale de noche.

La prohibición de transportar migrantes en Níger, que implica controles militares, penas de cárcel y multas, ha supuesto un golpe no sólo para los 700 traficantes de Agadez, algunos venidos de Ghana o Nigeria; también para las 6.000 personas que vivían directa o indirectamente de los migrantes, desde mecánicos, vendedores de comida, telefonía o bidones de agua.

Para Mohamed Anako, presidente del Consejo Regional de Agadez, la provincia se ahoga. A la desaparición del turismo por la amenaza yihadista y el cierre de varias minas artesanales, hay que sumar el descenso del 75% de la economía ligada a la migración. “Es un desastre que tendrá consecuencias. Esta región ha vivido varias rebeliones, esta gente conoce las armas; esto es una bomba de relojería”. Para Anako, el desmantelamiento de la economía migratoria sólo beneficia a Europa y puede hacer explotar el frágil equilibrio de la región. “La gente está esperando a la UE. Si no reciben ayudas, buscará alternativas en el tráfico de armas, drogas o en el extremismo religioso. Conocen el desierto y son buenos conductores, estos hombres pueden llevar a los yihadistas a las montañas de Air; y entonces será el fin”.

 

“Es un desastre que tendrá consecuencias; es una bomba de relojería», dice Anako sobre el desmantelamiento de la economía migratoria.

 

Cuando se les plantea esa opción, Salym frunce el ceño. “En principio, no”, dice, y mira de reojo a sus tres hijos, que juegan en un rincón. No hay nadie que conozca el desierto mejor que él. Tuareg libio, en 1998 empezó a trabajar como chófer y desde entonces ha cruzado el Sáhara más de 200 veces. “¿Que si me da miedo el desierto? Siempre hay que tener miedo”. Ha pasado tantos días en el Sáhara que sabe, por ejemplo, que el calor del mediodía reblandece el caucho de los neumáticos y los hace vulnerables a las rocas, que sólo la leche de cabra y los dátiles evitan la sed en el viaje y que, si te desorientas, la única esperanza es esperar a la noche para orientarse con las estrellas. Si aprieta el acelerador, y él lo aprieta, alcanza en tres días la ciudad libia de Sabha con un 4×4 repleto de migrantes. Como no hay rutas marcadas, una pequeña distracción, un leve giro de volante sostenido significa perderse para siempre en las profundidades del desierto. Un problema mecánico, o quedarse sin gasolina tiene el mismo final: la muerte. A Salym el bolsillo le compensa los riesgos. Antes ganaba entre 230 y 300€ por viaje —hacía hasta tres al mes—, pero ahora debe dar rodeos para evitar a la policía y no se pone al volante por menos de 700. Al hablar del Sáhara, Salym describe un mundo de arena infinita, dunas altas como casas, barrancos profundos y bandidos despiadados como si fuera el infierno. Porque lo es. Según la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), mueren el doble de migrantes en el Sáhara que en el Mediterráneo —sumarían más de 30.000 desde el 2014—, pero es una cifra imposible de verificar porque la arena hace desaparecer los cadáveres en pocas horas. Salym no cree que sean tantos, pero asume que es un cementerio de arena. “El desierto está lleno de muertos”.

 

Migrantes subiendo al pick-up antes de adentrarse al desierto del Sáhara.

 

Además de soportar la fatiga del viaje, el calor asfixiante de día o el frío gélido de la noche, la vida de los migrantes depende del equilibrio. Si caen del vehículo, los chóferes no se detienen. “Yo sí me paro —dice Salym—, pero hay mala gente”.

Las nuevas políticas de control han abierto nuevas rutas clandestinas, con casi 200 kilómetros añadidos de rodeo, más conducción nocturna, más accidentes y menos escrúpulos: ante el riesgo de ser atrapados y enviados a la cárcel, algunos chóferes abandonan a los migrantes en el desierto. Desde la implementación de la ley 036, la OIM ha salvado a 6.276 migrantes en 52 operaciones de rescate en el Sáhara.

Salym ofrece té en el comedor de su casa, una habitación con cojines y esterillas en el suelo, y presenta a su amigo Ahmed, chófer tubou, la otra etnia que controla el desierto. Ambos muestran las ayudas que pidieron hace siete meses al fondo fiduciario de la UE para la reconversión de los actores de la economía migratoria. Salym quiere montar una tienda y Ahmed un huerto en su pueblo. Ninguno ha recibido respuesta. “El dinero no llega y no aguantaremos mucho”, dicen. Ambos conocen a compañeros que ante el desempleo se han unido a grupos de bandidos en el desierto.

 

“El desierto está lleno de muertos”, reconoce Salym, que ha cruzado el Sáhara más de 200 veces como chófer de los 4×4 que llevan los migrantes a Libia.

 

Y esa frustración está justificada. Según el informe «Una línea en el desierto. Hoja de ruta para la gestión sostenible de la migración en Agadez», del think tank holandés Clingendael, sólo el 5,7% del dinero dispuesto por el fondo se ha dedicado al impacto directo en la población local, mientras que el resto se ha destinado a control de fronteras, seguridad, repatriación o gestión.

Hay otros efectos colaterales de la nueva realidad de Agadez que aflojan las malas pulgas. En el control policial a las afueras de la ciudad, un uniformado orondo revisa nuestros permisos y acepta a regañadientes que observemos el trajín: cada lunes por la tarde, decenas de coches se arremolinan junto a una caseta, una ristra de neumáticos semienterrados y una cadena, que hace las veces de última frontera antes de entrar en el Sáhara. En la parte trasera de los pick-up, agarrados a troncos para no caer y enfundados en turbantes, decenas de trabajadores nigerinos se preparan para ir a Libia. Oficialmente sólo pueden viajar pasajeros locales y los extranjeros deben optar por opciones clandestinas, así que el negocio bajo mesa para los uniformados se ha hundido.

Antes, cobraban una tarifa no oficial pero fija de 1,5 y 3 € por dejar pasar a cada indocumentado. Como había días que salían convoyes de 200 coches, el sobresueldo para los corruptos era de impresión. Ahora lo es para otros: los traficantes reservan 400€ para pagar mordidas en la frontera libia.

 

 

Las vidas suspendidas

 

A Alex Jallah el Mediterráneo le derrotó. Durante una odisea de casi diez años desde su Liberia natal hacia Europa, Jallah atravesó fronteras y desiertos, le estafaron, padeció robos, torturas y secuestros y casi se muere de sed; pero jamás se planteó detener su camino hacia una nueva vida. Hasta que llegó al mar. Los ojos se le llenan de lágrimas cuando recuerda el momento en el que llegó a la costa de Libia y se dispuso a subirse a un bote precario para intentar cruzar a Italia. Se quedó paralizado. “Tuve miedo. Tuve miedo. El mar me aterrorizó. Mucha gente moría.”.

En el último instante, Jallah dio marcha atrás. Han pasado varios meses desde que decidió volver por donde había venido y regresar a Níger, pero aún debe detener su explicación varias veces para tragar saliva. Cuando se derrumba, hunde el rostro entre las manos y repite entre sollozos el nombre de Lobetto, la hija que despidió en Monrovia como un bebé y ahora está a punto de cumplir diez años. “Quiero estar con ella, pero no puedo volver con las manos vacías. ¡Me avergüenzo tanto! No puedo volver sin nada, todos se reirán”. Jallah ha empezado a trabajar de peluquero en el barrio de Gamkale II de Niamey, la capital de Níger, pero los días con suerte solo gana 1.000 cefas —1’5 euros— y para él ahorrar es imposible. “¿Cómo voy a volver? No tengo nada. Estoy atrapado”.

 

Alex Jallah lleva 10 años fuera de casa. No se atreve a cruzar el Mediterráneo ni a volver a casa con las manos vacías.

 

Níger se ha convertido en el refugio de mil vidas suspendidas. Jóvenes subsaharianos que han fracasado en su intento de llegar a Europa y que han abandonado su ruta por miedo, tras sufrir experiencias traumáticas o quedarse sin dinero, permanecen bloqueados en territorio nigerino sin opciones ni voluntad de seguir hacia delante ni de regresar a sus países. Son los habitantes de un limbo terrenal con sabor a derrota que no salen en las estadísticas pero que ilustran la desesperanza de quienes han abandonado a la fuerza el sueño migratorio hacia el Viejo Continente.

Para el religioso genovés Mauro Armanino, de la orden de Misiones Africanas y que trabaja en Niamey con migrantes desde el 2011, la presión familiar es una losa demasiado pesada para algunos. “Las familias de estos chicos son muy humildes y vendieron vacas o tierras para pagar el viaje de su hijo a Europa; cuando no lo consiguen, no se atreven a enfrentarse a la humillación del fracaso”.

 

“No puedo volver con las manos vacías, todos se reirían. ¡Me avergüenzo tanto!», dice Alex Jallah, que vive atrapado en Níger.

 

Según la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), desde el año 2014, unas 500.000 personas han llegado a costas italianas por la ruta central del Mediterráneo, la más peligrosa y que ha provocado al menos 15.000 muertes en el mar en los últimos cuatro años. No hay cifras sobre los que vagan atrapados en mitad del camino, pero sólo hace falta pasear por los alrededores de la estación de autobuses de Agadez o los guetos donde viven los migrantes clandestinos para encontrar a quienes han bajado los brazos.

Para el liberiano Laurent Davis y también para Emmanuel, de Benín, la opción de seguir hacia el norte se esfumó hace tiempo. Tras ser asaltados por bandidos en el desierto, pasan los días vagando entre los autobuses, implorando por un plato de comida o cargando sacos a cambio de unas pocas monedas con las que pasar el día.

Como Laurent sólo sabe inglés y desconoce el francés o el árabe, las lenguas locales más habituales, sus posibilidades de encontrar un empleo son escasas. “La vida no ha sido fácil para mí. Rezo a Dios cada día para encontrar una salida. Si pudiera volver atrás no volvería a intentar este viaje, he sufrido mucho. Ahora sólo quiero trabajar”.

 

Arnaoud Zakou lleva ocho meses varado en Agadez. Malvive en una casa de adobe , donde las paredes ‘hablan’ de Europa y no quiere volver a intentar una travesía del Sáhara que recuerda con dolor.

 

En ocasiones, el sueño de quienes siguen hacia adelante se funde con el de quienes se han dado por vencidos. El marfileño Arnaud Zokou lleva ocho meses varado en Agadez. Vive en una casa de adobe sin ventanas con una docena de migrantes que esperan la señal del traficante para subirse a un todoterreno y atravesar el Sáhara, pero él no piensa volverlo a intentar.

Cuando sus compañeros de habitación se jactan de no tener miedo del desierto, él baja la cabeza y golpea con la punta de los dedos un bidón amarillo que le sirve de asiento. Al final, cuando los demás no escuchan, se sincera. “Yo no puedo más. Es demasiado duro y peligroso, yo sé cómo es el desierto, sin agua ni comida. No quiero morir ni que me roben otra vez”.

El horror libio, donde se producen secuestros o ventas de esclavos, y el mayor control fronterizo promovido por la Unión Europea y varios países africanos en el Acuerdo de La Valeta (Malta) en 2015 han aumentado los obstáculos para los migrantes.

 

“Yo no puedo más. Es demasiado duro y peligroso. No quiero morir ni que me roben otra vez», dice Arnaud, cansado del viaje.

 

La última vez que Zokou intentó llegar a Libia, fue detenido por la policía nigerina y encarcelado durante semanas. Sin dinero ni posibilidad de conseguir un trabajo —muchos migrantes no se dejan ver por las calles de Agadez por temor a ser apresados por las autoridades—, Zokou dice que tampoco piensa regresar a Costa de Marfil. “¿Volver pobre? No es una opción”. Para él, la única posibilidad es esperar porque, asegura, aún conserva, aunque tenue, una pequeña pizca de esperanza. “Si Dios quiere, algún día quizás tengo un golpe de suerte”.

 

Negué Marley espera en la estación de WADATA en Niamey tras ser deportado desde Argelia. No quiere volver a casa.

 

En otros casos, la entrada en el limbo es por obligación. En la estación de Wadata, en el este de Niamey, más de un centenar de jóvenes, la mayoría de Guinea y Mali, se desparraman en cualquier rincón a la espera de que la IOM les lleve de vuelta a casa. Todos han sido expulsados de Argelia, donde trabajaban o buscaban la manera de llegar al Mediterráneo. Isiaga Bangoura, de 25 años, asegura que un día las autoridades argelinas hicieron una redada, les quitaron todo lo que tenían y les abandonaron en la frontera de Níger.

Los demás, que le escuchan en corro, asienten indignados. Bangoura dice que ha sufrido demasiado y necesita descansar, pero que cuando le lleven a su país no volverá con su familia. “No les diré nada. No quiero que sepan que he fallado. Sin dinero no puedo volver. Intentaré buscar trabajo y si tengo suerte, lo volveré a intentar. Si no, no sé qué voy a hacer”. Algunos de los que le rodean, vuelven a asentir.

 

 

Europa o nada

 

«Volver es imposible, solo me parará la muerte».

 

Las nuevas políticas de control migratorio impulsadas por la Unión Europea han externalizado las fronteras del viejo continente a tierras africanas. Los acuerdos con los países de la región para una mayor vigilancia de las principales rutas migratorias suman dificultades para quienes recorren un camino de naturaleza mortal. En la ruta de África Central a través del desierto del Sáhara —la que más personas utilizan para llegar al Mediterráneo—, Níger ha destacado en su lucha contra la migración clandestina: desde finales de 2016, su gobierno persigue el tráfico de migrantes y ha prohibido el transporte de personas no nacionales hacia las fronteras del norte. La medida ha supuesto la apertura de nuevas rutas clandestinas a través del desierto que son más largas, más caras y generan más sufrimiento.

Pese a los peligros y las dificultades, los migrantes tienen claro su objetivo. El testimonio de los jóvenes que viajan hacia Europa es quizás lo único que no ha cambiado: “volver es imposible, solo me parará la muerte”.

 

 

Mohamed Kowate, un joven migrante de Guinea Conakry, espera en un viejo hangar de autobuses de Niamey a ser deportado hacia su país junto con 126 jóvenes más. Todos ellos provienen de Argelia, donde estaban trabajando para continuar su viaje hacia Europa hasta que la policía los detuvo como inmigrantes irregulares.

 

 

En la ruta que va desde África Occidental hasta Libia e Italia, es en Níger donde los migrantes se convierten en ilegales por primera vez. Si se les localiza, son expulsados. Como en la imagen, hay hangares de autobuses de la capital nigerina destinados exclusivamente a la deportación de migrantes a sus países de origen coordinados por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

 

 

En 2016, la Unión Europea creó el Fondo Fiduciario de Emergencia de la UE para África. El objetivo era controlar la migración irregular que va de África a Europa con un presupuesto inicial de 1.800 millones de euros, la mayoría de los cuales procedían del Fondo Europeo de Desarrollo. Hasta mayo de 2019, se han invertido 4.200 millones de euros. El Fondo incluye programas de desarrollo económico, para la mejora de la gobernanza y de control de fronteras para las regiones del Sahel, el lago Chad, el Cuerno de África y el Norte de África. A la práctica, el programa ha generado una mayor persecución de los migrantes en las rutas hacia Europa y devoluciones masivas llevadas a cabo por los países del Magreb.

 

 

Los 126 jóvenes de Guinea Conakry expulsados de Argelia denuncian que fueron abandonados por las autoridades argelinas en la frontera con Níger y obligados a caminar , sin agua ni comida, más de 30 kilómetros por el desierto hasta el otro lado de la frontera. Los migrantes, que tuvieron que caminar durante dos días a 45º, acusan a las fuerzas fronterizas de haberles robado todo su dinero y pertenencias.

 

 

La ciudad de Agadez, en el norte de Níger, es un enclave histórico desde el que cruzar los 2.000 kilómetros de desierto que lo separan de Libia. Desde hace unos años, aquí se juntan migrantes provenientes de multitud de países, refugiados de diferentes conflictos, retornados de Libia, traficantes, conductores del desierto, miembros del ejército y cualquier otro actor del engranaje migratorio africano.

 

 

“He visto muchos muertos, he enterrado a muchos. El desierto está lleno, yo los he visto”. Ali Brahim es conductor de uno de los todoterreno que un traficante de Agadez utiliza para trasladar migrantes a Libia a través del Sáhara. Asegura que, a causa del mayor control migratorio propiciado por la Unión Europea, ahora el trayecto es más arriesgado, se producen más accidentes y hay más asaltos de bandas armadas.

 

 

Por su ubicación a las puertas del Sáhara, Agadez ha sido siempre un punto clave en las históricas rutas de caravanas del desierto y lugar de salida de quienes quieren atravesar el Sáhara. Por ello, la economía de la ciudad está estrechamente ligada al movimiento de personas con negocios como transportes, restaurantes, hostales o puntos de venta de agua. Ahora que se ha vuelto ilegal el tráfico de personas, alrededor de 7.000 personas de un total de 25.000 habitantes que vivían directamente o indirectamente de la migración se han quedado sin trabajo. Muchos lamentan que los fondos prometidos por la UE no llegan.

 

 

Todo el norte de Níger está fuertemente controlado por el ejército y, tras muchos años de rebelión Tuareg, el desierto está sembrado de armas. Los migrantes que atraviesan el Sáhara hacia Libia o Argelia son continuamente asaltados por bandidos y su condición de ilegales no les permite denunciar a sus agresores.

 

 

A las afueras de Agadez, hasta 30 migrantes nigerinos se amontonan en un solo pick up para cruzar los más de 2.000 kilómetros del desierto del Sáhara hasta Libia. Esta travesía suele durar unos tres días como mínimo: a menudo los vehículos deben dar grandes rodeos para esconderse de los controles policiales o de las numerosas bandas de delincuentes que asaltan a los migrantes en el desierto.

 

 

La persecución de la migración ilegal ha obligado a los traficantes a trazar nuevas rutas para llevar a los migrantes a Libia. Como deben esquivar los controles policiales, las rutas son más largas, menos transitadas y más peligrosas. Si el vehículo se estropea o se pierde en la inmensidad del Sáhara y nadie logra rescatarles, todos los pasajeros mueren al cabo de unos días. Nadie conoce la cifra exacta de muertes: en pocas horas la arena sepulta los cadáveres y desaparecen para siempre.

 

 

Centenares de refugiados sudaneses comen en un albergue de Agadez. Todos ellos provienen de Libia donde fueron obligados a realizar trabajos forzosos en minas en régimen de esclavitud. Algunos de ellos incluso fueron vendidos por sus captores a granjeros de la zona. El castigo por intentar huir es la muerte: si les apresan, los matan y dejan el cadáver del fugitivo a la vista de todos como lección.

 

 

Desde principios del año 2018, 1.200 refugiados sudaneses huidos de Libia viven apiñados en refugios de Agadez. Muchos han sido secuestrados por mafias libias y vendidos como esclavos para realizar trabajos forzados en minas o granjas de la región. Además de maltratos constantes, sus captores les daban muy poca comida para mantenerlos débiles y dificultar su huida.

 

 

Albergue de la Organización Internacional para las Migraciones de Agadez. Este centro, con capacidad para hasta 1.000 personas, es el primer puesto seguro para todos aquellos migrantes que regresan de Libia o Argelia. La OIM, organización asociada a las Naciones Unidas, sólo da asistencia a las personas que deciden volver a sus países de origen, no a quienes intentan llegar a Europa.

 

 

Escondidos en una casa-gueto a las afueras de Agadez, un grupo de jóvenes migrantes de diferentes países subsaharianos esperan para cruzar el desierto hacia Libia. Binaté Bemssey solo tiene 17 años pero hace más de un año que salió de Costa de Marfil. “Quiero ir por Libia porque en Argelia te deportan, en Libia sólo te hacen sufrir”. Una pintada en la pared ilustra la actitud de los migrantes que se disponen a afrontar la dificultades del camino: “Europe ou rien”. Europa o nada.

 

Esclavos en el Sáhara

 

Mubarak Abdaha corría con una sola certeza: si le atrapaban, le iban a matar. Abdaha corría de noche, sin descanso, ocultándose entre los arbustos, desconfiado y decidido a escapar de una pesadilla propia de otro siglo: seis meses como esclavo en Libia. Hace sólo diez días, Abdaha huyó de la mina de oro donde durante medio año le habían rebajado a ser un animal. Cada día a las cinco de la mañana, unos guardias libios le despertaban a latigazos para obligarle a picar piedra bajo el aplastante sol del sur del país. Sin apenas agua ni comida, a golpes. Hasta el anochecer.

Abdaha había huido medio año antes de la guerra de su país en Darfur (Sudán) con el sueño de encontrar la paz en Europa, pero tras atravesar el norte de Chad y entrar en Libia empezó su calvario. Unos milicianos armados detuvieron el coche en el que viajaba y secuestraron a todos los migrantes. Ahora Abdaha tiene una cicatriz fresca en la cabeza –un bastonazo por picar lento– y otras muchas que no se ven. “La noche que huí, no pensaba en los demás; mataban a quien intentaba escapar y exponían el cadáver en la mina para evitar más huidas, así que sólo quería sobrevivir; pero ahora sí pienso en los que están allí. Me pone triste”. Según Abdaha, en aquella mina al este de Sabha, en el sur de Libia, trabajaban –trabajan, también hoy– más de 200 esclavos sudaneses, chadianos, cameruneses y nigerianos. “Algunos llevaban dos años allí y les habían pegado tanto que habían enloquecido”.

 

Una docena de migrantes denuncian haber sido vendidos como esclavos por las milicias a civiles libios para trabajar en sus granjas, cultivos o en las minas.

 

A Abdaha, de 23 años, no le hace falta insistir en que Libia es un país fallido dominado por milicias y mafias que secuestran, extorsionan y venden como esclavos a miles de migrantes y refugiados en su camino a Europa. Le basta levantar la cabeza para confirmar sus palabras. Junto a él, apelotonados en un cobertizo en Agadez (Níger), hay medio centenar de sudaneses que acaban de huir de una suerte parecida. En los últimos meses han llegado desde Libia a la ciudad nigerina, el punto clave donde confluyen las rutas migratorias a través del Sáhara, 1.200 sudaneses en busca de refugio.

 

Mubarak Abadaha, un joven sudanés de 24 años, hace pocos días que ha escapado de Libia donde fue vendido como esclavo.

 

Maborok Noon-Deng-Noon, de 55 años, sabe hasta su precio. Al segundo día de llegar a Sabha, unos tipos con AK-47 le cerraron el paso en la calle y lo metieron en un garaje donde había hacinadas 70 personas. “Días después vino un hombre a hablar con los guardias, escuché cómo negociaban por un lote de ocho sudaneses por 360 dinares por cabeza”. 220 euros el esclavo.

Una docena de entrevistados para este reportaje denunciaron que civiles libios compran esclavos a las milicias para que trabajen en sus granjas, cultivos o casas sin pagarles salario, donde son maltratados y malviven en condiciones higiénicas deplorables.

El desgobierno tras la caída del régimen de Muamar Gadafi en el 2011, con cientos de milicias disputándose las sobras del país, ha convertido Libia en el paraíso de los traficantes de personas. Aunque antes hubo otras rutas migratorias muy transitadas por Mauritania y Marruecos, el mayor control de las vías del oeste africano, unido a la ausencia de ley en Libia, han convertido la ruta central, vía Níger y Libia hasta Italia, en el itinerario principal hacia Europa. Desde el año 2014, 500.000 personas han llegado a costas italianas por este camino, el que más muertes provoca en África. El mercadeo de esclavos suma peligro a una ruta central que ya cuenta con las trampas mortales del Sáhara y el Mediterráneo: alrededor de 15.000 personas han muerto en el mar en cuatro años.

 

Desde 2015, con los acuerdos de la UE con varios países africanos, hay un cambio de tendencia: los que regresan a Níger son más que los que parten hacia Europa.

 

El horror libio y el mayor control policial promovido por la Unión Europea y varios países africanos en el Acuerdo de La Valeta (Malta) en el 2015 han provocado un cambio de tendencia: desde finales del año pasado, la cifra oficial de migrantes que regresan a Níger desde Libia y Argelia es mayor que la de quienes parten de Níger hacia Europa. Según la Organización Internacional para la Migración de la ONU (OIM), en enero de este año 4.151 migrantes regresaron, por 3.085 que partieron hacia el norte.

Para el chadiano Lincoln Gaingar, responsable del centro de tránsito de la OIM en Agadez, hay tres factores que explican el cambio. En primer lugar, el miedo. “Las cifras son reflejo del caos y la inseguridad en Libia. Allí los migrantes son diamantes andantes; los secuestran, los venden o extorsionan, les roban… ¿Cómo no querer huir?”. En segundo lugar, un empujón. El año pasado la OIM inició un programa de repatriación al país de origen para quien decida regresar. En el primer trimestre del 2018, la OIM ha retornado a su hogar a 3.000 migrantes, aunque de forma discutiblemente voluntaria: las cifras incluyen a los expulsados por las autoridades argelinas o quienes, tras meses en centros de detención libios, se acogen al plan de la OIM para acabar con los maltratos.

 

Un migrante se refugia en un albergue en Agadez.

 

Por último, dice Gaingar, las cifras se explican por los fantasmas. La prohibición del transporte de migrantes –hasta hace poco salían libremente de Agadez convoyes de hasta cien 4×4 atiborrados de migrantes– y la consiguiente detención de 282 conductores o traficantes y la confiscación de 169 todoterrenos ha generado la aparición de nuevas rutas clandestinas más largas –desde Zinder, en el sur nigerino–, más caras y más peligrosas. Más desierto y más rodeos significan también más muertos y más migrantes “fantasma”. Gaingar admite que las estadísticas no registran a esos migrantes indetectables pero aun así cree que las cifras de la OIM reflejan la realidad: “Ahora regresan más de los que se van, estoy convencido”.

 

“Escuché cómo negociaban por un lote de ocho sudaneses por 360 dinares por cabeza”, denuncia Maborok. Son 220€ por esclavo.

 

El maliense Somaila Maiga, de 23 años, es uno de esos retornados. Habla en voz baja, con un gorro de lana calado hasta las cejas, en el centro de tránsito de la OIM, donde hay 309 jóvenes que acaban de llegar de Libia y esperan ir a casa. Primer hijo de una familia numerosa de Bamako, Maiga quería ir a Europa para ayudar a su madre viuda. Su sueño era ir a Alemania y ser boxeador. Estuvo a punto de llegar. Apenas 30 minutos después de pagar 400 euros y subirse a una lancha para cruzar el mar, una barca con hombres armados les abordó y les llevó a una casa baja. Y cuando dice “la casa”, la mirada de Maiga se ensombrece.

Después de llevarse a las mujeres –“nunca más supe de ellas”–, llevaron a 58 hombres a una habitación sin luz, de techo bajo, sin lavabo y con sólo un agujero para respirar. Luego empezaron las torturas. “Nos pegaban con un látigo, con palos y patadas. Nos daban un teléfono para llamar a casa y decir que, si no enviaban 500 euros, nos matarían. Mientras hablaba con mi madre me pegaban para que llorara”. Si te negabas a llamar o el dinero no llegaba, estabas muerto. Literal. Maiga vio morir a cinco compañeros. Después de tres meses, su madre reunió el dinero –“no sé cómo lo hizo, no tiene nada”– y fue liberado.

En cuanto salió a la calle, empezó a ahorrar para volver a casa. Tras trabajar cuatro meses de albañil en Libia para nada –su jefe libio se negó a pagarle– y otros seis meses de pintor en una compañía china en Argelia, Maiga se las vio con la policía argelina. “Fui a denunciar con varios compañeros que la empresa nos debía tres meses y al día siguiente nos expulsaron”.

En la frontera, las autoridades argelinas habían reunido a más de 2.000 migrantes indocumentados. Antes de echarlos a Níger, les vaciaron los bolsillos. “Éramos muchos, llenábamos 40 buses. A mí me quitaron 600 euros y el móvil, todos mis ahorros; a otros más. Algunos se volvieron locos y la policía disparó al aire”.

 

 

Desde hace meses, las historias de esclavitud y explotación recorren todos los rincones de Agadez. También llegan a los “guetos”, casas clandestinas donde los migrantes esperan la señal del passeur o traficante para salir hacia Libia. Detrás del aeropuerto, al final de una calle de arena con casas bajas de adobe, llamamos a una puerta oxidada y la abre un chico de pelo pincho. Dentro, en una habitación sin ventanas ni muebles, hay una docena de jóvenes de Senegal, Gambia, Togo, Camerún, Costa de Marfil y Guinea tumbados en esterillas. Ninguno duda de ir a Libia.

 

Binaté Bemssi lo va a intentar : «¡No me creo nada! ¿Esclavitud y secuestros? Exageran para dar miedo»

 

El marfileño Binaté Bemssi, de 17 años, se incorpora al preguntar si conoce los peligros. “¡No me creo nada! ¿Esclavitud y secuestros? A algunos les pasa, pero otros lo consiguen. La OIM y los políticos exageran para dar miedo y ganar dinero”. Los demás asienten. Lo quieren intentar. Lo van a intentar.

Al rato Bemssi se calma, se sienta en un bidón de agua amarillo y se pierde en sus pensamientos. Justo detrás de él, en la pared sucia alguien ha escrito una frase con un trozo de carbón: “Europe ou rien”. Europa o nada.

 

La carretera del miedo entre Níger y Nigeria

 

Fue un milagro, se lo debo a Dios. Él me salvó”. A Hasan Mustafa aún le tiembla el labio inferior cuando recuerda el día que resucitó. Era jueves; de madrugada, puntualiza. Recuerda varios detalles exactos de aquel día –“atacaron a las 2 de la mañana”, “quemaron 25 casas…”– quizá porque el resto de la escena se escapa de su comprensión: aún no se explica por qué no está muerto. Y eso que tuvo tiempo de hacerse a la idea.

Cuando una decena de hombres armados de Boko Haram atacó su aldea de Ngortoua, en la frontera de Níger y Nigeria, él fue a uno de los primeros que atraparon. Le ataron las manos a la espalda y le condujeron a la plaza del pueblo, donde llevaron a siete chicos más. Todos eran amigos suyos y todos iban a servir de lección.

 

Hasan Mustafa delante de su tienda en uno de los campos de Diffa. Superviviente de una masacre de Boko Haram en su aldea a solo 10km de donde se encuentra ahora.

 

Los yihadistas querían castigar a la comunidad por no alistar a sus jóvenes en la banda fundamentalista. Les colocaron en fila india en dos grupos, cuatro a la izquierda y cuatro a la derecha –a Hasan le tocó el segundo en una de las filas–, y ejecutaron de un tiro en la cabeza a cada uno. Hasan habría muerto si aquella noche la suerte no le hubiera hecho un guiño macabro: la sangre del chico que tenía delante le salpicó de tal manera que el verdugo pensó que había matado a los dos de un mismo disparo. Hasan se hizo el muerto durante dos horas. Por eso vivió.

Hoy, casi dos años después, Hasan sólo sobrevive. “La comida es un problema, pasamos hambre”. A sus 25 años, habita una choza de paja con su mujer y sus seis hijos junto a la Route Nationale 1, la única carretera asfaltada del sudeste de Níger. Es literalmente una carretera a ningún sitio. Construida por una empresa china, debía hundirse en el desierto y llegar a unos yacimientos de petróleo en la frontera con Chad. Ni siquiera se terminó.

 

A Hasan, la sangre de otro chico le salpicó de tal modo que el verdugo pensó que también estaba muerto.

 

Hace dos años la compañía china abandonó el lugar cuando empezaron los ataques de Boko Haram. Fue también en el 2015 cuando se inició un éxodo sin precedentes. Cientos de miles de personas que huían de la violencia del grupo extremista en el norte de Nigeria y la región del ­lago Chad se instalaron en el borde de la carretera. No se agruparon, como ocurre en otros sitios del continente, en un campo de refugiados. Aquí no. Aquí, a cada lado de la carretera, sobre una arena blanca salpicada de arbustos, unas 240.000 personas se desparraman a lo largo de 200 ­kilómetros.

Un goteo incesante de gente desesperada, que huía con las manos vacías, se instaló donde encontró un poco de seguridad. Muchos habían escapado hasta cinco o seis veces porque Boko Haram atacaba una aldea tras otra. Fue una ola humana incontenible. En unos meses, pueblos de apenas 20 habitantes pasaron a tener una población de más de 12.000.

A medida que se avanza por la carretera, el paisaje se ha convertido en una explanada yerma con mil árboles rotos: los refugiados los cortan para poder hacer fuego y cocinar. Aunque las organizaciones humanitarias distribuyen alimentos, cavan pozos o reparten agua en camiones cisterna y abren centros sanitarios, y las autoridades han cosido de controles militares la ruta, el hambre y el miedo están en cualquier rincón.

 

Tres mujeres se resguardan del sol en una de las pocas sombras que hay en el campamento de refugiados.

 

Amina Babaginda dice que se ahoga de terror si el viento sopla fuerte por la noche. Que la piel se le crespa si algún plástico provoca un golpe seco y, si el cielo está nublado, prefiere no salir. “Boko Haram nos atacó por la noche, cuando está oscuro me recuerda a ellos”. Madre de tres niños, huyó de la isla nigeriana de Gadera, en lago Chad, con el corazón destrozado: escapó sin su hijo Mutari Ibrahim.

El chaval, de 15 años, había sido secuestrado por los yihadistas, que se lo llevaron junto a doce rehenes más al laberinto de canales e islas del lago, donde se esconden cientos de guerrilleros. Ibrahim se temía lo peor pero tuvo un golpe de fortuna. Cuando le quitaron la venda, reconoció entre los guerrilleros a un amigo de su padre. “El hombre habló con los otros y después de dos días me liberaron”. Cuando Ibrahim regresó a su aldea, su madre lloró tanto de alegría, dice, que pensó que se iba a secar.

 

“Sé que mucha gente se muere en el camino, pero me da igual”, dice Ibrahim convencido de que algún día iniciará la travesía hacia Europa.

 

Ahora Ibrahim, que viste una camiseta rota con el logo de Ferrari y va descalzo, pasa las horas sin nada que hacer con un grupo de colegas de su edad. Ninguno ha ido nunca a la escuela. En la choza donde dormita con un grupo de amigos, sólo dos de doce chicos y chicas saben leer un poco. Ninguno sabe escribir. Ibrahim dice que, si no puede volver a casa, se irá a Europa. “Sé que mucha gente se muere en el camino, pero me da igual”. Cuesta creer que no sea una bravuconada. La mayoría en Diffa son tan pobres que ni siquiera pueden plantearse pagar el viaje hacia Libia y el Mediterráneo. Ibrahim insiste y dice que aunque el periodista no le crea, él irá.

– ¿Y a qué país te gustaría ir?
Entonces Ibrahim arquea las cejas.
– ¿Europa no es un país?

Y es en esa ausencia de futuro de Ibrahim, en esa huida hacia la nada de miles de adolescentes desempleados, donde se encuentra la raíz del éxito de Boko Haram. La banda yihadista reclutó a cientos de hombres tras ofrecerles 300.000 cefas (unos 450 €) una moto y una esposa gratis. “Todos conocemos a alguien que se integró en Boko Haram –admite Ibrahim–, no son radicales, simplemente buscan poder casarse o tener dinero”.

 

Un joven refugiado en el campamento de Diffa, Níger, espera la oportunidad para irse hacia Europa.

 

La banda yihadista nigeriana nació en Maiduguri, el norte de Nigeria, en el 2002 como una banda violenta y juvenil que protestaba por la ineficacia del gobierno nigeriano, a quien acusaban de haber olvidado el norte, más pobre y analfabeto que el sur. Mataban a policías o soldados, querían implantar una visión radical de la charia y su objetivo era nacional. Querían derrocar al Gobierno. Poco a poco tomó una deriva más sangrienta y en el 2015 juró lealtad al Estado Islámico. El terror se desató.

Pero más allá del horror yihadista, hay más piezas indiscutibles en el tablero del extremismo en la región. A los agravios por los abusos del ejército nigeriano en su lucha contra los yihadistas –varias oenegés han denunciado ejecuciones sumarias y torturas de sospechosos o mujeres y bebés de supuestos guerrilleros–, se suma la pobreza y la corrupción.

 

“Mis animales beberán y si no me lo permiten, estoy dispuesto a luchar”, advierte con mirada cruda Malam Mai, de la etnia buduma.

 

El norte de Nigeria no es pobre por desgracia, lo es por la avaricia. Si Transparencia Internacional sitúa a Nigeria como uno de los países más corruptos del mundo (con una nota de 2,8 sobre 10), es por escándalos como el del 2011, cuando Global Witness y Finance Uncovered destaparon un entramado corrupto en grabaciones y mensajes entre directivos de Shell y el Gobierno de Nigeria. La compañía holandesa pagó 1.300 millones de dólares por los derechos de una explotación de petróleo en la costa nigeriana pese a saber que ni un solo billete llegaría a las arcas públicas. Esa cifra es 1,5 veces el dinero que, según la ONU, se necesita para resolver el hambre provocada por Boko Haram.

Níger tampoco ocupó el último lugar del Índice de Desarrollo Humano del 2015 por torpeza. Una historia trufada de golpes de Estado puso en bandeja sus riquezas naturales a precio de saldo: Francia, ahora de la mano de Areva, extrae uranio de su excolonia desde 1970 –hasta tres cuartos de su electricidad dependen de la energía nuclear– y se beneficia de unas condiciones ventajosas. Según unos contratos filtrados por Reuters hace tres años –la empresa gala se negó a confirmar su autenticidad–, Areva debía pagar un 5,5% de los royaltis por la producción de uranio. En otros países productores de uranio donde opera Areva como Canadá y Kazajistán, ese porcentaje es del 13% y el 18,5% respectivamente.

 

La escasez de agua ha enfrentado a refugiados, agricultores y ganaderos, como Malan Mai, de la etnia buduma, que se dice dispuesto a luchar para dar de beber a sus 70 animales.

 

El odio asesino de Boko Haram se nutre de la miseria y golpea a los más débiles. La desesperación hace el resto. Junto a la carretera del miedo, en el campamento de Kindjandi, las tensiones entre las etnias buduma, originarias del lago, y los ganaderos peul o los agricultores kanuri ya se han cobrado la primera víctima: un peul que quiso colar a sus animales en la única fuente de agua del pueblo fue molido a palos. El jefe o bulama de Kindjandi, Malam Babaye, dice que no pueden más. “Éramos 12.000 habitantes hace dos años, ahora somos 25.000 personas y los refugiados han venido con miles de cabezas de ganado”.

Malam Mai es un buduma altísimo, de mirada cruda y pómulos marcados, que huyó del lago con cinco hijos y 70 animales. Al pedirle un augurio para el futuro, se cuadra frente a la fuente y enfría su mirada. “Mis animales beberán, y si no me lo permiten, estoy preparado para luchar”.

 

 

Bamako, estación central de migrantes

 

En Malí confluyen las principales rutas migratorias que vienen de los países del África Occidental. La nación saheliana, una suerte de primera etapa de un largo y arriesgado camino hacia Europa, es también el lugar donde miles de personas pierden su condición de viajeros y empiezan a ser consideradas migrantes. En esa condición, empiezan los abusos y maltratos. En los numerosos controles de carretera, la policía maliense obliga a pagar entre 20 y 50 euros para poder seguir el camino con la esperanza de llegar a Europa. Muchos de ellos se quedan sin dinero, atrapados en ciudades como Bamako o Gao, en el nordeste del país. Algunos pasan semanas, meses y hasta años trabajando y viviendo en los alrededores de la estación de autobuses esperando conseguir el dinero suficiente para poder continuar el viaje hacia Europa o retornar a su país de origen. En 2016, Malí, Níger, Nigeria, Senegal y Etiopía firmaron un convenio con la Unión Europea en el que se comprometían a frenar el flujo migratorio y facilitar el retorno de sus ciudadanos a cambio de ayudas e inversiones en áreas como el comercio o la educación. Esta es la historia de los que se quedaron atrapados en el camino.

 

 

Sogoniko, la principal estación de autobuses de Bamako, tiene una superficie de cuatro kilómetros cuadrados. Además de ser un punto de salida hacia Níger, la siguiente etapa del camino hacia Europa, Sogoniko se ha convertido en una ciudad refugio en la que conviven centenares de migrantes de diferentes países de África Occidental como Sierra Leona, Camerún, Guinea, Gambia o Senegal.

 

 

Entre los miembros de la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (Ecowas en sus siglas en inglés) se permite la libre circulación de personas. De esta manera, la mayoría de migrantes que van hacia Europa viajan en autobuses de línea hasta llegar a Agadez, Níger, donde empieza la travesía por el desierto del Sáhara.

 

 

Simo salió hace dos años de su país natal, Gambia, para llegar a Europa. No lo consiguió. En Malí se quedó sin dinero. Desde entonces vive en la estación de autobuses de Sogoniko porque no consigue ahorrar el dinero necesario para continuar su viaje. Volver a casa no es una opción, pues significaría fracasar en el sueño de toda su familia.

 

 

En las estaciones de autobuses como Sogoniko, los migrantes se juntan en pequeños grupos según su nacionalidad para ayudarse mutuamente a buscar comida, trabajo y dinero. Gran parte del dinero que consiguen lo destinan a comprar hachís o marihuana para evadirse y tolerar las horas que pasan sentados sin hacer nada.

 

 

Mamadi, de 29 años y originario de Gambia, llevaba un mes viviendo en la estación. Su estancia en Sogoniko depende de que su familia le envíe dinero para seguir el camino hacia Libia y llegar a Italia, donde tiene conocidos. Es consciente de los peligros que deberá afrontar en Libia pero para Mamadi no existe otra opción que continuar.

 

 

Un migrante de Liberia descansa en una de las casas de acogida de la estación de Bamako. Este albergue ofrece gratuitamente un techo, un colchón y un poco de comida a unos 15 migrantes. Los otros viajeros que no encuentran un sitio donde dormir, deben pasar la noche en la estación, donde pueden sufrir robos y abusos.

 

 

Joy, nigeriana de 25 años, llevaba cuatro semanas en un albergue cerca de la estación de autobuses de Sonef, en Bamako. Después de cinco días de viaje en autobús desde Benín y de ser extorsionada varias veces por la policía en los controles de carretera, decidió abandonar su intento e irse a vivir con su hermana en Abidjan, Costa de Marfil.

 

 

Moro, de 37 años y de Gambia, se quedó en la estación de Sogoniko para trabajar como agente de los viajes que van de Malí y Níger hacia el Mar Mediterráneo. Los migrantes que realizan el viaje por primera vez llegan desorientados y sin conocer los trucos del camino. Los organizadores como Moro los distribuyen entre los autobuses frente al caos que hay en la estación.

 

 

Cerca de 30.000 personas pasaron por Malí en su camino hacia Europa en el año 2017, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). A partir de este punto, algunos migrantes siguen hacia Níger y Libia y otros toman la ruta por Argelia. Teniendo en cuenta que en 2017 llegaron más de 119.000 migrantes por mar a Italia, se estima que las cifras sean mayores.

 

 

Desde Bamako, la capital de Malí, a los migrantes todavía les quedan más de 5.500 km de viaje hasta los principales puntos de cruce del Mar Mediterráneo. Son 5.500 kilómetros que realizan en autobús hasta Agadez, en todoterreno por la travesía en el desierto de Níger y Libia y en pequeñas embarcaciones para cruzar el mar.

 

 

Humo mágico en Gambia para alcanzar Europa

 

Bakary puede predecir la muerte en el desierto del Sahel y también en el Mediterráneo. Siempre, eso sí, previo pago. Para él, el futuro aguarda oculto en las tres pizcas de polvo que saca de un bol de barro y lanza sobre unos hierbajos ardiendo. Cuando el humo asciende y difumina la oscuridad de su choza de barro en Doboo, una aldea en el interior de Gambia, Bakary se estira la cara con las palmas de las manos, susurra nombres de espíritus y advierte: “Si alguien me esconde algo, lo sabré; puedo leer la mente”.

La habitación oscura donde Bakary Hatab Keita adivina el futuro encierra la esencia de un mundo alternativo de espíritus y tradiciones ancestrales que acompaña el día a día de millones de africanos. No importa la condición. Ya sean doctores o analfabetos, campesinos o presidentes, miles de personas creen en fetiches malditos, poderosos marabúes y talismanes protectores.

 

La creencia en espíritus y amuletos protectores entre los inmigrantes que van a Europa ha disparado el negocio de los marabús o hechiceros

 

Cuando narra el proceso, Bakary, vestido con una camisa de rayas y un pantalón naranja, mira fijamente a los ojos y habla entre susurros, pero no se da especial importancia. Tampoco pide dinero por mostrarnos su magia. El uso de marabús está tan extendido en la región –se consultan para enfermedades, vencer el mal de amores, pedir fertilidad o incluso llamar a la lluvia–, que su extensión al fenómeno de la migración subsahariana se acepta de forma natural. “Hace tres o cuatro años, hacía hasta tres pócimas diarias para migrantes, pero ahora hago menos, la ruta por Libia se ha hecho peligrosa y la gente tiene miedo de ir”.

Una ducha sagrada

Las fórmulas de protección varían según el hechicero. Modu Jallow, camisa azul y gorro blanco, mezcla las creencias tradicionales con el islam. Según Modu, los enigmas de la pócima protectora, que en su caso implica una ducha sagrada y la fabricación de gri-gris, están escritos en el Corán. A los futuros migrantes, les cobra una tarifa fija de 5.000 dalasis (89 euros), una fortuna para quien precisamente huye hacia Europa a causa de la pobreza.

A veces, son sus familiares quienes vienen a pedir ayuda. “Muchos jóvenes se marchan sin avisar e informan a sus padres de que están en el back way cuando ya han llegado a Bamako –capital de Mali–, así que son ellos quienes vienen a pedirme un yuyu para su hijo”.

Modu también hace alarde de honestidad. Admite que hay chamanes falsos y charlatanes, pero jura que, si al tirar unas conchas y unas piedras, ve que la travesía del cliente irá mal, le aconseja que abandone la idea durante un tiempo. No sabe si le hacen caso.

Backway con final feliz o no

Al llegar a cualquier aldea del interior de Gambia, se hace evidente que a los marabúes no les ha faltado trabajo. En Doboo, prácticamente todos los hogares tienen a algún familiar que ha hecho el backway, con final feliz o no. Apenas hay un puñado de jóvenes en el pueblo. Y si fuera por Adama Dibba, de 30 años, habría uno menos.

“En cuanto tenga dinero, me iré a Europa por la ruta de Agadez (Níger) y Libia. Sé que es peligroso, pero prefiero morir de una vez que ir muriéndome poco a poco aquí, sin nada que hacer”. Nunca ha tenido un empleo fijo y sobrevive haciendo pequeñas faenas intermitentes. Cuando no tiene trabajo, Dibba simplemente se sienta frente a su casa a ver pasar las horas.

 

Dibba es de los pocos jóvenes que quedan en su pueblo de Doboo, al interior de Gambia.

 

«Es humillante porque ves que tú no haces nada por tu familia y otros se fueron y mandan dinero a sus casas. En mi equipo de fútbol éramos 22 jugadores y unos 17 o 18 se han ido hacia Europa. Por lo menos quince han llegado”.

En su caso, y es habitual, la familia está de acuerdo. Tienen previsto vender animales y unos terrenos para costear los aproximadamente 1.500 euros de la travesía –la mayoría para pagar a traficantes– y para pedir la protección del hechicero. “Para nosotros, obtener la bendición del marabú es importante. Necesito su protección para evitar la mala suerte, pero si me dice que no debo ir, iré igualmente”.

 

“En cuanto tenga dinero, me iré a Europa. Sé que es peligroso, pero prefiero morir de una vez que ir muriéndome poco a poco aquí, sin nada que hacer”, dice Dibba

 

En el centro del pueblo, un grupo de ancianos conversa pausadamente y fuman en pipa a la sombra de un árbol. Al ver llegar al extranjero saludan amables y piden conocer el motivo de la visita. Momodu Jarju Sey, de 68 años, se revuelve al saberlo. “¡Ah! ¡La migración! Nuestros jóvenes se van, este tipo de migración jamás había ocurrido; es el deseo de Dios. Quieren tener una vida buena como los europeos”. Jarju está casado con tres mujeres y tiene diez hijos. Dos de ellos han hecho el backway. Usman, de 17 años, llegó a Alemania hace dos años, dice, pero de Mustafá hace tiempo que no sabe nada. Le perdió la pista en Libia.

Y es en esa desesperación de Jarju, en esa incertidumbre dolorosa compartida por miles de familiares a lo largo del continente, donde los marabús y hechiceros han encontrado un nuevo nicho de negocio. Muchos acuden al marabú para obtener alguna información del paradero de su hijo desaparecido. La demanda es alta. Solamente en este año ya han muerto o desaparecido en el Mediterráneo más de 2.655 personas; casi 16.000 desde el año 2013.

 

Momodu Jarju Sey, de 68 años, tiene dos hijos que han hecho la ruta hacia Europa.

 

Según la Organización Mundial de las Migraciones, probablemente ha desaparecido una cifra similar de personas al intentar cruzar el desierto del Sahel y hay miles de personas retenidas por mafias en Libia, que secuestran a migrantes en masa y piden rescates a las familias bajo amenaza de matar y torturar a sus familiares o venderlos como esclavos. Un informe reciente de Oxfam cifraba en 7.000 el número de los migrantes hacinados en 34 centros de detención libios. Aunque advertía de la existencia de un número indeterminado de villas y granjas donde las mafias locales mantienen secuestrados a miles de personas bajo condiciones deplorables, donde la tortura, el trabajo forzado y las violaciones son el día a día.

La última llamada

En el pueblo de Tujereng, al sur de Banjul, Bintu Janko no quiere oír hablar de la posibilidad de que su hermano Mansuk, de 27 años, haya corrido esa suerte. A sus 18 años, Bintu se estremece sólo de pensarlo. “No hemos sabido nada de él en ocho años –explica–. La última llamada fue desde Trípoli, nos dijo que estaba enfermo y le habían secuestrado. Después de eso, nada”.

Su padre ha perdido la esperanza, pero tanto Bintu como su madre, creen que Mansuk sigue vivo. Porque lo dice el chamán. “Fuimos a ver a un marabú y nos dijo que aún vivía pero que su vida es miserable”. Además de cobrarles 25 dalasi por sesión (50 céntimos de euro), les pide que hagan regalos a los pobres para enviar suerte a su hermano. Bintu dice que a veces sueña con Mansuk. “Eso creo que es una señal; me hace mantener la ilusión de volver a verle”.

Tiene otra esperanza. La última vez que fueron a ver al marabú, les dijo que si consiguen algún detalle de su secuestrador, su nombre o su apellido, podría hacer un conjuro para mandarle mala suerte y conseguir que su hermano regrese a casa después de estos ocho años. También les dijo que les haría un buen precio.